La Última Vez que Dijo No - Parte 1

 


El sol comenzaba a inclinarse sobre la ciudad, tiñendo el asfalto de tonos dorados y proyectando sombras alargadas entre las motos alineadas frente al café. El aire olía a gasolina, a café recién hecho, a vida apresurada. Entre el murmullo de las conversaciones y el zumbido ocasional de un motor, ella se detuvo. No había vacilación en sus pasos, ni en la manera en que su mirada recorrió la calle antes de posarse en él. 


El vagabundo estaba allí, como siempre, encorvado contra la pared, su figura desdibujada por capas de ropa gastada y días sin dueño. Su barba, canosa y enmarañada, ocultaba parte de un rostro marcado por el tiempo y el abandono. Pero cuando ella extendió la mano —con un movimiento firme, sin falsa compasión—, algo en él se tensó. No era el billete lo que lo sorprendía, aunque el dinero siempre era bienvenido. Era la manera en que lo hacía: sin condescendencia, sin ese gesto de superioridad que tantos otros llevaban en los ojos. 


—Tenga un buen día— dijo ella, voz clara, sin adornos. 


El billete, doblado con pulcritud, descansó en su palma como una promesa. Él apenas asintió, pero sus dedos se cerraron alrededor del papel con más fuerza de la necesaria. 


"Hay algo en ella…" pensó, mientras la veía alejarse. 


Y era cierto. Había algo hipnótico en su presencia, en la manera en que ocupaba el espacio sin pedir permiso. 


Julieta, tenía 24 años, pero su juventud no era esa fragilidad temblorosa de quienes aún buscan su lugar en el mundo. No. La suya era una juventud tallada, pulida, como si cada decisión, cada paso, hubiera sido esculpido con precisión. Su cabello, rubio platinado, caía en ondas suaves sobre sus hombros, con un desorden estudiado que solo el dinero y el tiempo podían lograr. El flequillo, ligeramente abierto, enmarcaba un rostro que parecía diseñado para romper esquemas: pómulos altos, cejas perfectamente delineadas, labios carnosos pero definidos, como si alguien los hubiera dibujado con trazos deliberados. 


Sus ojos, de un tono claro que cambiaba con la luz —a veces grises, a veces azules, siempre penetrantes— observaban el mundo con una calma desconcertante. No había prisa en ellos, ni esa ansiedad típica de quienes viven bajo la mirada constante de los demás. Ella no necesitaba aprobación. Simplemente existía, y su existencia era suficiente. 


Vestía con la elegancia casual de quien sabe exactamente qué imagen quiere proyectar. Un top negro, de un solo hombro, ceñido a su torso como una segunda piel, dejaba al descubierto la curva de su clavícula y un escote discreto pero sugerente. Los jeans celestes, de tiro alto, abrazaban sus caderas con una naturalidad que hacía pensar en estatuas griegas, en líneas perfectas. Un pequeño bolso blanco, colgado con negligencia sobre su hombro, completaba el conjunto, añadiendo un contraste de pureza contra la firmeza de su figura. 


En ese instante, bajo la luz dorada del atardecer, ella parecía sacada de otro mundo. Un mundo donde el tiempo no dejaba marcas, donde la suciedad de la calle no podía tocarla. Y sin embargo, allí estaba, entregando no solo dinero, sino un destello de humanidad a un hombre que muchos ni siquiera veían. 


Los días siguientes:La rutina de la ciudad rara vez cambia. Los mismos ruidos, los mismos olores, las mismas caras. Pero algo había cambiado para él. 


Ella comenzó a saludarlo. No con palabras vacías, no con esa sonrisa condescendiente que tantos le dedicaban antes de cruzar de acera para evitarlo. No. Era un gesto mínimo, casi imperceptible para quien no estuviera prestando atención: una leve inclinación de cabeza, un "hola" apenas audible entre el bullicio. Pequeños reconocimientos que, para un hombre invisible, eran como golpes de aire fresco. 


Y él, que había aprendido a leer a las personas mucho antes de terminar en la calle, comenzó a observarla con más atención. No solo su belleza, que era innegable, sino sus gestos, sus hábitos. La manera en que ajustaba el bolso sobre su hombro cuando alguien se acercaba demasiado. La forma en que sus labios se curvaban ligeramente al recibir un mensaje en el teléfono. El suave movimiento de sus caderas al caminar, ese balanceo natural que no buscaba llamar la atención, pero lo hacía de todos modos. 


"Quiero oírla gemir." 


El pensamiento lo tomó por sorpresa, pero una vez allí, no se fue. Se instaló en su mente como una brasa, lenta, persistente. No era solo deseo, aunque eso estaba ahí, caliente y urgente. Era algo más. Algo oscuro, posesivo. La idea de que esa mujer, tan pulcra, tan inalcanzable, pudiera querer algo de él. Algo que no fuera caridad. 


Las calles enseñan paciencia. Enseñan a esperar, a calcular, a moverte en silencio. Y él había sido un buen alumno. 


Comenzó a aparecer en lugares donde sabía que ella pasaría. No demasiado cerca, no lo suficiente como para asustarla. Solo lo necesario para que su presencia dejara de ser una coincidencia y se convirtiera en parte de su paisaje. Un día, estaba sentado en el banco frente al café donde ella solía comprar su bebida matutina. Otro, apoyado contra la farola en la esquina donde esperaba el semáforo. 


Ella lo notó, claro. Pero no pareció molesta. A veces, incluso, le dedicaba una sonrisa fugaz antes de seguir su camino. 


"Pronto," pensaba él, mientras observaba cómo la luz se reflejaba en su pelo. "Pronto dejarás de verme como un fantasma." 


Y en las noches, cuando el frío lo obligaba a apretar su cuerpo contra algún rincón menos hostil, cerraba los ojos y se imaginaba cómo sería tenerla bajo él. Cómo se arquearía esa espalda perfecta cuando sus manos, ásperas por el abandono, recorrieran su piel. Cómo gemiría su nombre, ahogado, entrecortado, como si no pudiera contenerlo. 


La calle le había quitado casi todo. Pero no esto. No el hambre. 


Y él estaba decidido a saciarla.


Los meses pasaron como hojas arrastradas por el viento, sin que nadie más notara el juego macabro que se desarrollaba en las sombras. Él, el vagabundo, el hombre sin nombre, se había convertido en un espectro que la seguía con la paciencia de un depredador. Sabía sus horarios, las calles que transitaba, incluso los días en que se detenía a comprar un café antes de entrar a su oficina. La había visto reír con amigos, contestar el teléfono con voz profesional, ajustarse el flequillo frente al reflejo de un escaparate. La conocía mejor que nadie. 


Y sin embargo, ella no lo veía. 


No realmente. 


Para ella, él era solo otro rostro en el paisaje urbano, otro mendigo al que a veces dejaba unas monedas. Pero para él, ella era el centro de todo. 


"Tres veces por semana," recordaba, mientras sus dedos manchados de suciedad se cerraban alrededor del pasamontañas que había rescatado de un contenedor. Estaba desgastado, roto en algunos lugares, pero cumpliría su función. No necesitaba elegancia. Solo anonimato. 


La noche elegida era fría, el aire cargado con el olor a gasolina y humedad que siempre flotaba bajo los puentes de la autopista. Las luces de los coches pasaban como estrellas fugaces sobre el asfalto, demasiado lejos, demasiado rápido para prestar atención a lo que ocurría abajo. 


Ella apareció, como siempre, caminando con esa seguridad que la hacía parecer intocable. Su vestido negro de oficina, ceñido a su cuerpo, se movía con cada paso, acentuando la curva de sus caderas. Los tacones resonaban contra el concreto, un ritmo constante que él había aprendido a reconocer entre el ruido de la ciudad. 


"Ahora." 


El momento era perfecto. No había nadie más. Solo el eco distante de los motores y el viento que silbaba entre los pilares del puente. 


—¡Aah!— 


Su mano se cerró sobre su boca antes de que pudiera gritar, ahogando el sonido en su garganta. Ella se tensó, los músculos de su espalda arqueándose bajo su palma, pero él ya la tenía. La empujó contra una de las columnas de cemento, su cuerpo aplastado contra el frío de la estructura. 


—Ahora eres mía— susurró, la voz ronca, cargada de años de silencio y deseo acumulado. 


Ella intentó forcejear, los dedos arañando el aire, buscando algo a lo que aferrarse. Pero no había escape. 


—Ahaah— fue lo único que logró emitir, un sonido ahogado, casi animal, que se perdió en la noche. 


Sus manos eran rápidas, brutales. Agarró el borde de su vestido y lo levantó, revelando la piel suave de sus muslos. Las bragas, finas y negras, cedieron con un desgarro seco. 


"Tan húmeda…" 


La humedad entre sus piernas lo sorprendió. No era el miedo lo que la hacía temblar, no solo eso. Era algo más. Algo que él reconoció al instante. 


—Eras muy puta— le escupió, los dedos hundiéndose en su carne sin pedir permiso. 


Ella sacudió la cabeza, intentando negarlo, pero su cuerpo no mentía. La resistencia en sus músculos se debilitaba, el ritmo de su respiración se aceleraba. 


"Esto… esto no debería excitarse…" pensó ella, pero el calor que crecía en su vientre era innegable. 


Él lo sabía. Lo sentía en la manera en que sus caderas se movían involuntariamente, buscando más presión, más contacto. 


—Calladita— gruñó, ajustando su agarre en su boca. —Sabes que te gusta. 


Ella cerró los ojos, negándose a admitirlo, pero su cuerpo ya había tomado la decisión por ella. Por primera vez en su vida, el control se le escapaba de las manos. Y en el fondo, en algún lugar oscuro y prohibido de su mente, algo se estremecía de placer. 


La Posesión Violenta y el Placer Prohibido 


El aire bajo el puente olía a hormigón frío, a humedad rezagada de alguna lluvia pasajera, a la acidez del miedo y la excitación mezclándose en la piel de Julieta. Él no se apresuraba. No había necesidad. La ciudad rugía por encima de ellos, los faros de los coches cortando fugaces heridas de luz en la oscuridad, pero aquí, en este rincón olvidado, el tiempo parecía haberse detenido. Su respiración, áspera y cargada de años de abandono, quemaba la nuca de ella mientras su mano callosa seguía sellando cualquier protesta que pudiera escapar de sus labios. 


Julieta sentía cada movimiento detrás de ella, cada ajuste de su cuerpo contra el suyo. El roce de la tela áspera del pasamontañas contra su mejilla, la presión de su torso contra su espalda, la manera en que sus caderas se acomodaban contra las suyas como si ya conocieran el encaje. 


"Esto no está pasando…" 


Pero sí lo estaba. 


Él se apartó solo lo suficiente para desabrocharse los pantalones, y Julieta, a pesar del terror que le encogía el estómago, no pudo evitar notar el calor que emanaba de él. El sonido del cinturón deslizándose, del denim raspando contra piel sucia, hizo que un escalofrío le recorriera la columna. 


—Mírate— gruñó él, mientras con su mano libre agarraba uno de sus pechos por encima del vestido, apretando con suficiente fuerza para que el dolor se mezclara con algo más. —Tan elegante, tan perfecta… y aquí, empapada como una cualquiera. 


Julieta negó con la cabeza, pero su cuerpo traicionaba cada pensamiento de resistencia. Entre sus piernas, la humedad había crecido, un hecho innegable que él no tardó en corroborar. Sus dedos, ásperos y fríos, se deslizaron por su sexo con una familiaridad obscena. 


—Mentirosa— susurró contra su oreja, la voz cargada de triunfo. 


Ella apretó los ojos, avergonzada. 


"No… no puede ser…" 


Pero lo era. El roce de sus dedos, aunque brutal, enviaba ondas de placer que se enredaban con el miedo, creando una mezcla intoxicante. Julieta intentó morder la mano que le cubría la boca, pero solo logró un gemido ahogado cuando él retiró los dedos solo para reemplazarlos con algo mucho más grande. 


Él no entró de una vez. No. 


Se tomó su tiempo, disfrutando cada centímetro de resistencia que cedía bajo su empuje. La cabeza de su miembro, hinchada y ardiente, se deslizó entre sus labios con una lentitud cruel, expandiéndola, obligando a su cuerpo a aceptarlo. 


Julieta gritó contra su mano, los músculos de su estómago contrayéndose. 


—Aah— 


Era demasiado. Demasiado grande, demasiado invasivo, demasiado… bueno. 


El vagabundo gruñó, satisfecho al sentir cómo su interior se ajustaba a él, cálido y húmedo, como si su cuerpo, a pesar de la mente de Julieta, ya lo hubiera estado esperando. 


—Así… así es— murmuró, hundiéndose un poco más, sintiendo cada pliegue, cada temblor interno que ella no podía controlar. 


Julieta intentó concentrarse en el dolor, en la invasión, en cualquier cosa que no fuera el placer que empezaba a brotar desde lo más profundo de su vientre. Pero era inútil. Cada centímetro que él ganaba era una derrota, una rendición de su cuerpo a una sensación que no quería admitir. 


"Odio esto… odio que me guste…" 


Pero su coño, traicionero, se apretaba alrededor de él, como si intentara retenerlo, como si no quisiera que se fuera. 


Él lo notó, por supuesto. Un gruñido gutural escapó de su garganta cuando por fin estuvo completamente dentro, sus caderas pegadas a las nalgas de Julieta. 


—Dios…— maldijo, los dedos clavándose en su cadera. —Más apretada que una virgen… pero ya no lo eres, ¿verdad? 


Julieta sacudió la cabeza, negando, protestando, pero él ya había comenzado a moverse. 


Al principio fueron embestidas lentas, calculadas, como si quisiera memorizar cada milímetro de su interior. Pero pronto, la paciencia se le agotó. 


Las empujadas se hicieron más fuertes, más profundas, cada una sacudiendo el cuerpo de Julieta contra la columna de cemento. El vestido negro, arrugado y levantado, dejaba al descubierto el contraste entre su piel inmaculada y la suciedad de él. 


—Mmmh— 


Los gemidos de Julieta, aunque ahogados, llenaban el espacio entre ellos. Ya no eran solo de protesta. No podían serlo. 


Él lo sabía. 


—Sí… gime para mí— ordenó, la voz ronca por el esfuerzo. —Quiero oír cómo te rompo. 


Julieta intentó resistirse, pero su cuerpo ya había elegido un bando. Con cada embestida, una chispa de placer se encendía dentro de ella, acumulándose en un lugar profundo que empezaba a temblar. 


"No… no voy a…" 


Pero lo haría. 


Él lo veía, lo sentía. La manera en que sus músculos se tensaban, cómo su respiración se hacía más rápida, más descontrolada. 


—Vas a venir— declaró, como si fuera una sentencia. —Vas a venir en mi verga, como la puta que eres. 


Julieta negó frenéticamente, pero ya era demasiado tarde. La ola de placer la golpeó sin piedad, sacudiéndola desde las puntas de los dedos hasta lo más profundo de su ser. Su cuerpo se arqueó, un gemido largo y tembloroso escapando entre sus labios a pesar de la mano que intentaba silenciarla. 


Él no se detuvo. 


Al contrario, usó cada contracción de su interior para su propio placer, embistiendo más fuerte, más rápido, hasta que con un gruñido animal, la siguió al abismo. 


Cuando terminó, Julieta apenas podía sostenerse en pie. Su cuerpo, antes tenso, ahora era solo un peso contra el cemento. 


Él se separó de ella con un sonido húmedo, satisfecho, victorioso. 


—Mira lo que me hiciste hacer— murmuró, como si ella hubiera tenido alguna culpa. 


Julieta no respondió. No podía. 


Pero en el silencio que siguió, mientras él se ajustaba la ropa y desaparecía en la noche como la sombra que era, una parte de ella sabía que esto no sería el final. 


Y lo peor de todo era que, en algún lugar oscuro y secreto de su mente, esa idea la excitaba. 

 


Continuara... 

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