La Última Vez que Dijo No - Parte Final.
Julieta quedó tendida en la cama, el brazo todavía atado al cabecero, la piel marcada por los dientes y las uñas de Josefino. El aire de la habitación olía a sexo y sudor, un aroma crudo que se pegaba a su piel como una segunda humillación. Pero lo más vergonzoso no eran las marcas, ni siquiera los moretones que empezaban a florecer en sus caderas. Era el calor que no se iba.
Con la mano libre, sus dedos descendieron lentamente por su abdomen, temblorosos, como si no estuvieran bajo su control.
—Mmm… qué rico… —susurró para nadie, los ojos cerrados, recreando en su mente cada segundo de lo ocurrido: la manera en que él la había doblado sobre la cama, cómo sus gruñidos resonaban en su oído, la sensación de estar completamente poseída.
Sus dedos encontraron su sexo, todavía hinchado, sensible, empapado. Un gemido escapó de sus labios al rozar el clítoris, tan delicadamente que casi dolía.
"Esto está mal… esto está tan mal…"
Pero su cuerpo no escuchaba razones. Se imaginó las manos callosas de Josefino en lugar de las suyas, su boca mordisqueando sus pechos mientras la penetraba sin piedad.
—¡Aaah! —arqueó la espalda, los pechos moviéndose con cada jadeo, los pezones rozando las sábanas en un contraste delicioso.
Se masturbó con una urgencia que nunca antes había sentido, como si intentara alcanzar algo que siempre había estado fuera de su alcance. Cuando el orgasmo llegó, fue tan intenso que vio estrellas, las piernas temblorosas, los dedos ahogándose en su propia humedad.
Y luego, el vacío.
—¿Qué me pasa? ¿Tan puta fui siempre? —murmuró al techo, la voz quebrada.
Se comparó con otras mujeres, con esas figuras de las noticias que lloraban frente a las cámaras después de algo así. Ellas llamaban a la policía. Ellas se escondían.
"Yo sigo mojada, esperando que vuelva a pasar…"
La mañana llegó con una claridad brutal. Julieta se despertó con el brazo todavía dolorido por las ataduras, pero con una certeza cristalina: ese vagabundo, ese Josefino, era su violador. Lo sabía en el modo en que su cuerpo reaccionaba al recordar el olor a tabaco y sudor, en cómo sus piernas se cerraban instintivamente al evocar la voz ronca.
Se vistió con una deliberación que rayaba en lo obsesivo. Un vestido rojo escarlata, ceñido, que se detenía varios centímetros por encima de las rodillas. Medias de red negras, tacones altos que hacían eco en el piso como pequeños disparos. No llevó sostén, solo una tanga mínima que sabía que no serviría de barrera si él decidía tomarla otra vez.
"Que me mire. Que sepa lo que está perdiendo al esconderse."
La universidad fue un trámite. Los hombres volvían la cabeza al pasar, las mujeres murmuraban entre dientes. Julieta no les prestó atención. Cada minuto en clase era un minuto menos para lo que realmente importaba.
El vagabundo estaba en su lugar habitual, ese rincón entre el edificio abandonado y la cafetería, donde el olor a café rancio se mezclaba con el moho. Hoy, a la luz del día, Julieta lo vio con nuevos ojos.
No era solo un mendigo. Era demasiado grande, demasiado ancho de hombros para ser un simple desecho humano. Las manos, aunque sucias, tenían una fuerza evidente. Y los ojos…
Dios, los ojos.
Esa mirada que la recorrió de arriba abajo, como si ya la conociera desnuda.
Julieta se acercó, los tacones clavándose en el pavimento con cada paso. No le dio dinero esta vez.
—¿Vos me violaste? —preguntó, la voz más firme de lo que esperaba.
El aire se tensó. Un transeúnte pasó cerca, pero ninguno de los dos apartó la mirada.
Josefino no se inmutó. No negó. No confirmó. Solo esbozó una sonrisa lenta, calculadora, mientras sus ojos bajaron hasta el escote del vestido rojo, donde los pezones endurecidos dibujaban su silueta contra la tela.
—¿Y si te digo que sí, princesa? —respondió finalmente, la voz un susurro cargado de algo que sonaba peligrosamente a invitación—. ¿Qué vas a hacer?
Julieta sintió cómo el calor volvía a extenderse entre sus piernas.
Esa era la pregunta, ¿no?
¿Qué haría?
El silencio de Julieta fue toda la respuesta que Josefino necesitó. Sus dedos se enredaron en su pelo rubio platino con un movimiento brusco, arrancándole un gemido ahogado que se perdió entre el bullicio de la calle. Nadie pareció notar cómo ese hombre sucio arrastraba a la joven bien vestida hacia la penumbra del edificio abandonado. O quizá sí lo notaron, pero decidieron no ver.
—Te voy a dar lo que viniste a buscar —rugió contra su oído, la voz cargada de una certeza que hizo estremecer a Julieta. No era una amenaza. Era una promesa.
El vestido rojo, tan cuidadosamente elegido esa mañana, se rasgó con un sonido obsceno cuando Josefino lo arrancó de su cuerpo con un solo tirón. La tela escarlata quedó colgando de sus hombros como una bandera derrotada antes de caer al suelo polvoriento. La tanga, mínima e inútil, siguió el mismo destino, destrozada entre sus dedos como si fuera papel.
—¡Aaah! —Julieta gritó cuando una mano callosa se estrelló contra sus nalgas, dejando una marca roja que brillaba sobre su piel pálida. El dolor era agudo, eléctrico, pero lo que siguió después fue peor: un placer culpable que se enroscó en su vientre.
"¿Solo las putas buscan violadores? ¿Tan puta soy?"
Las preguntas retumbaban en su cabeza, pero se disiparon en el instante en que un dedo grueso y sucio se deslizó dentro de ella sin previo aviso.
—Me encanta lo fácil que te mojas —murmuró Josefino, frotando ese punto interno que la hizo arquearse como un animal en celo.
Esta vez, no hubo prisa. No hubo violencia descontrolada. Josefino la masturbó con una precisión cruel, sus dedos moviéndose dentro de ella mientras el pulgar dibujaba círculos perfectos sobre su clítoris. Julieta intentó morderse el labio para silenciar los gemidos, pero era inútil.
—Mmm… ahí… justo ahí… —susurró, las piernas temblando, las manos aferrándose a los hombros de él como si fuera su único ancla a la realidad.
Cuando el orgasmo la golpeó, fue con una intensidad que la dejó sin aliento. Los músculos del vientre se contrajeron, los dedos de Josefino se hundieron más profundo, y un grito desgarrado escapó de su garganta.
—¡AAAH! ¡SÍ…!
Pero él no se detuvo. Siguió moviendo los dedos, prolongando la agonía del placer hasta que Julieta gimió, sobresensitiva, empujando sus manos contra su pecho en un intento débil de alejarlo.
Fue entonces cuando Josefino la miró directamente a los ojos, esa mirada oscura que parecía atravesarla. Con un movimiento brusco, levantó sus piernas y las colocó alrededor de su cintura, exponiéndola completamente.
—Pedírmelo, puta —ordenó, la voz baja pero implacable.
Julieta no lo pensó. No podía.
—Métemela toda —respondió, casi antes de que terminara la frase.
Lo que siguió no fue una violación. Fue una entrega.
Julieta se inclinó hacia adelante, sus labios encontrando los de Josefino en un beso que sabía a tabaco barato y a días sin lavarse, pero que la hizo gemir de todas formas. Sus manos se enredaron en esa barba sucia, tirando de él con una urgencia que no sabía que tenía.
—Así… así… —murmuró contra su boca cuando él finalmente la penetró, llenándola en una embestida que le arrancó un quejido.
Josefino no era gentil. Pero tampoco era brutal. Cada empuje estaba calculado para rozar ese punto dentro de ella que la volvía loca, sus labios mordisqueando el cuello de Julieta mientras sus caderas chocaban contra las suyas.
—Más… más fuerte… —suplicó ella, las uñas clavándose en su espalda a través de la ropa mugrienta.
Él obedeció. Las paredes del edificio abandonado resonaron con el sonido de piel contra piel, con los gemidos de Julieta que ya no intentaba contener.
—¡Aaah! ¡Sí! ¡Ahí…!
Cuando el orgasmo la golpeó esta vez, fue con una fuerza que la dejó viendo estrellas. Josefino la siguió un instante después, derramándose dentro de ella con un gruñido que sonó casi a posesión.
El Silencio Después de la Tormenta
Quedaron ahí, jadeando, los cuerpos pegados por el sudor y otras cosas. Julieta no se movió cuando él finalmente se separó de ella. Solo se quedó mirando al techo roto del edificio, preguntándose qué demonios significaba todo esto.
Pero una cosa era clara: ya no podía mentirse a sí misma.
No era la víctima.
Era la cómplice.
La tanga rota quedó enrollada en los dedos callosos del vagabundo como trofeo de guerra, la fina tela negra contrastando brutalmente con las uñas sucias que la sostenían. Josefino la hizo girar frente a los ojos vidriosos de Julieta antes de guardársela en el bolsillo del pantalón mugriento con un gesto de posesión absoluta.
—Mañana veni a buscarla, puta —rugió mientras le daba una palmada en la mejilla que no era cariño ni violencia, sino simple recordatorio de jerarquía.
—Sí —respondió Julieta con una voz que ya no era la de aquella universitaria perfecta, sino algo más gutural, más roto.
El vestido escarlata colgaba de su cuerpo en jirones, revelando media nalga enrojecida por la última nalgada y un pezón rosado que brillaba al aire libre. No intentó cubrirse cuando se incorporó. El polvo del suelo abandonado se había adherido a su piel sudorosa, mezclándose con las marcas de dientes y las secreciones secas que le pintaban los muslos.
Antes de cruzar la puerta desvencijada del edificio, Josefino le despidió con una patada en el trasero que resonó como un disparo en el espacio vacío.
—Para que no se te olvide tu lugar.
El dolor le hizo arquear la espalda, pero entre las lágrimas que asomaban, sus labios esbozaron una sonrisa.
La ciudad pasó ante sus ojos como un sueño febril. Cada paso hacía que los restos del vestido se movieran revelando más piel de la que ocultaba. Los tacones rotos le daban un andar tambaleante que atraía miradas primero de curiosidad, luego de preocupación, finalmente de morbosidad.
—¿Señorita, está bien? —preguntó un hombre de traje mientras ella cruzaba frente a un café.
—Sí —mintió Julieta, sintiendo cómo un hilo tibio de semen escapaba por su muslo interno.
Las miradas la seguían como moscas a la carne podrida. Algunos transeúntes apartaban la vista, otros se quedaban mirando descaradamente el espectáculo de esa belleza rubia convertida en cuadro viviente de violación.
"Debería sentirme sucia... debería estar llorando..."
Pero cada mirada lasciva, cada susurro a sus espaldas, cada bocanada de aire frío que rozaba sus partes expuestas, le provocaban una excitación que la avergonzaba tanto como la enardecía.
Esa noche, después de ducharse durante dos horas frotándose hasta sangrar, después de quemar los restos del vestido en el jardín trasero, Julieta se acostó desnuda y sonriente.
"¿Qué clase de monstrua disfruta esto?"
La respuesta vino en forma de sueños húmedos donde manos callosas la estrangulaban contra colchones sucios mientras su cuerpo respondía con entusiasmo obsceno.
La tarde siguiente olía a lluvia cuando Julieta llegó al escondite del vagabundo vestida con falda plisada y blusa transparente sin sostén. Pero el rincón estaba vacío. Solo quedaba la frazada mugrienta enrollada como un capullo abandonado.
—¿Habrá pensado que lo denunciaría? —musitó pateando una lata vacía.
Los días siguientes se convirtieron en semanas de cacería urbana. Revisó parques, estaciones de tren, puentes bajo autopistas. Preguntó a otros indigentes que solo se encogían de hombros. Revisó morgues con excusas de trabajos universitarios, estudiando cadáveres anónimos con la mezcla de terror y esperanza de encontrar esos ojos que la habían poseído.
Nada.
El café de la universidad servía capuchinos caros y noticias de última hora. La pantalla mostraba a Josefino esposado, la barba más larga, la misma mirada de depredador incluso tras los barrotes de la celda policial.
"Capturan a hombre acusado de más de 20 violaciones"
Julieta apretó las piernas bajo la mesa cuando el presentador detalló los crímenes. No sintió miedo ni alivio. Solo una punzada de lujuria tan intensa que tuvo que morderse el labio para no gemir en público.
Las noches siguientes siguieron un ritual meticuloso:
Minifaldas que apenas cubrían.
Medias con ligueros fáciles de romper.
Sostenes que sabía terminarían destrozados.
Recorría callejones oscuros donde el eco de sus tacones sonaba como invitación. Se detenía bajo puentes donde el olor a orín y desesperación le recordaba a él.
—Hola preciosa, ¿buscas compañía? —preguntó un desconocido una noche cerca del mercado.
En vez de huir, Julieta se dio vuelta, se subió la falda y se bajó la tanga antes de que el hombre terminara la frase.
Pero ninguno era él.
Ninguno la arrastraba por el pelo.
Ninguno le daba órdenes con voz de trueno.
Ninguno la hacía sentirse tan viva como cuando la hacía sentirse muerta.
A veces, cuando el viento silbaba entre los edificios altos, Julieta cerraba los ojos y juraba oír risas familiares.
Se aferraba a la esperanza de que algún día, cuando saliera en libertad, un vagabundo con olor a tabaco barato y manos de verdugo la estaría esperando en algún callejón.
Hasta entonces, seguiría paseando su cuerpo como carnada.
Seguiría siendo la puta que anhelaba ser violada.
Y en las noches más oscuras, cuando se masturbaba pensando en veinte mujeres que deberían estar traumatizadas pero que quizá, solo quizá, también guardaban el mismo secreto sucio, llegaba al orgasmo gritando un nombre que nunca había dicho en voz alta:
—¡Josefino!
FIN.

Comentarios
Publicar un comentario