No me Ames, Domíname - Final.
Los primeros tres días en el departamento de José Manuel habían sido una prueba constante, un ritual de dolor y sumisión que Isabella había aceptado con una entrega que a ella misma la sorprendía. Dormía en el suelo, envuelta en una manta áspera que apenas aliviaba el frío de la madera contra su piel desnuda. Cada mañana comenzaba con el sonido de sus pasos acercándose, con la vara que silbaba en el aire antes de estrellarse contra sus nalgas diez veces exactas, dejando marcas rojas que ardían durante horas. Luego, mientras él desayunaba, ella limpiaba el departamento, sintiendo cómo el dolor se mezclaba con una extraña satisfacción, como si cada azote, cada orden cumplida, la acercara más a su verdadero propósito.
Pero en la tarde de ese tercer día, todo cambió.
—Ponte esto —ordenó José Manuel, arrojándole un atuendo que Isabella no había visto antes.
Ella lo miró, sorprendida. Durante esos tres días, su desnudez había sido su único uniforme, su piel marcada la única evidencia de su sumisión. Ahora, frente a ese conjunto de prendas negras, sintió un cosquilleo de anticipación.
El body de cuero negro era una obra de arte perversa. Ajustado como una segunda piel, tenía cortes estratégicos que dejaban al descubierto su abdomen, su cintura, invitando a tocar, a poseer. El material le rozó la piel sensible mientras se lo ponía, cada movimiento haciendo que el cuello ancho de cuero se ajustara alrededor de su garganta, la cadena metálica que colgaba de él tintineando con un sonido que parecía marcar su nuevo estatus. Las medias de red con encaje en los muslos fueron lo último, el contraste entre la delicadeza del encaje y la crudeza de las esposas de cuero en sus muñecas creando una contradicción que la excitaba más de lo que quería admitir.
Cuando estuvo lista, José Manuel la evaluó con una mirada que la hizo sentir desnuda a pesar de las prendas.
—Arrodíllate en mi cama —ordenó.
Isabella contuvo un gemido. En esos tres días, la cama había sido un territorio prohibido, un recordatorio de que, aunque era su esclava, aún no había ganado el derecho a compartir su espacio por completo. Ahora, al subir a la cama y arrodillarse, sintió una oleada de algo que no podía nombrar—¿gratitud? ¿Orgullo?
José Manuel no le dio tiempo a analizarlo. Con movimientos precisos, le tomó el cabello y lo dividió en dos colas de caballo laterales, tirando de cada una con suficiente fuerza para hacerla arquear la espalda.
—Así —murmuró, pasando un dedo por su cuello—. Pareces una niña. Pero todos sabrán lo que eres en realidad.
Las fotos comenzaron de inmediato. Isabella, que siempre había posado con naturalidad frente a las cámaras, ahora lo hacía con una entrega que nunca antes había sentido. Sonreía cuando él se lo pedía, bajaba la mirada cuando la ordenaba, arqueaba la espalda para mostrar las cadenas que la adornaban como si fueran trofeos.
—Mírate —dijo José Manuel, mostrándole una de las fotos en la pantalla del teléfono.
Isabella vio su reflejo: el body de cuero brillando bajo la luz, las esposas en sus muñecas, las medias desgarradas en algunos lugares por el uso brusco de las últimas horas. Pero lo que más le llamó la atención fue su propia expresión—los ojos brillantes, los labios entreabiertos, la mezcla de inocencia y perversión que las colitas le daban.
—Es perfecta —susurró, sin poder evitarlo.
José Manuel sonrió, un gesto lleno de satisfacción oscura, y subió la foto a sus redes sociales. La etiquetó a ella y escribió: "Mi esclava obediente."
Pero no terminó ahí. Con un par de toques en su teléfono, accedió a las cuentas de Isabella—no solo sus redes sociales, sino también sus cuentas bancarias, su correo electrónico, todo. Ella lo observó, inmóvil, mientras compartía la misma foto en su propio perfil, acompañada de las palabras: "Mi dueño."
—Mira —le dijo, mostrándole la pantalla—. Todos lo sabrán ahora.
Isabella no necesitó mirar para saber lo que eso significaría—las preguntas de sus amigos, el escándalo, los juicios. Pero en ese momento, arrodillada en la cama de José Manuel, con las cadenas tintineando con cada movimiento, solo pudo sonreír.
—No me importa lo que piensen los demás —dijo, su voz firme por primera vez en días—. Solo importa lo que quiera mi señor.
Isabella: La Consagración de una Sumisa
Las palabras de Isabella aún resonaban en el aire cuando José Manuel se abalanzó sobre ella con la ferocidad de un predador que finalmente ha decidido terminar con su presa. Sus dedos se cerraron alrededor de su cuello con una fuerza calculada, lo suficiente para hacerla sentir dominada pero no para asfixiarla por completo. Isabella apenas tuvo tiempo de tragar saliva antes de que su espalda golpeara contra el colchón, el cuerpo musculoso de José Manuel aprisionándola como una jaula de carne y hueso.
—Así me gusta —gruñó él, sus labios rozando su oreja mientras su otra mano recorría el body de cuero que cubría su torso—. Mi putita sumisa.
Isabella sintió cómo el material del body se pegaba a su piel sudorosa, cómo las cadenas que conectaban el collar a sus muñecas tintineaban con cada movimiento brusco. José Manuel no tenía prisa. Sus dedos encontraron los cortes estratégicos en el body, deslizándose por la piel expuesta de su abdomen con una mezcla de posesión y curiosidad, como si estuviera reclamando cada centímetro de ella por enésima vez.
—Señor... —jadeó Isabella, arqueando la espalda cuando sus dedos encontraron sus pezones a través del cuero.
—Cállate —ordenó él, mordiendo su hombro con suficiente fuerza para dejar una marca—. Solo siente.
Isabella obedeció, ahogando un gemido cuando José Manuel rasgó el body en la entrepierna con un movimiento brusco. El sonido de la tarea desgarrándose hizo que un nuevo chorro de humedad empapara sus muslos, la exposición repentina de su sexo al aire frío del departamento contrastando con el calor que emanaba de su interior.
La penetración fue brutal, sin preliminares, sin advertencia. José Manuel la abrió con una sola embestida, su miembro llenándola por completo hasta el punto de hacerla gritar.
—¡Ah, Dios! ¡Señor!
—Repítelo —exigió él, comenzando a moverse con un ritmo que hacía que la cama golpeara contra la pared—. Dime lo que soy.
Isabella apenas podía pensar. Cada embestida la empujaba más contra el colchón, cada retroceso una tortura deliciosa.
—¡Mi... mi señor! —gritó, aferrándose a sus brazos con las manos esposadas—. ¡Me coges como nadie!
José Manuel gruñó, satisfecho, y aumentó el ritmo. Una mano se enredó en las colitas que él mismo le había hecho, tirando de ellas para exponer su cuello, que no tardó en morder con saña. El dolor agudo se mezcló con el placer, enviando ondas de electricidad por su columna que la hicieron contraerse alrededor de él.
—¡Sí! ¡Así! —gritó Isabella, perdida en la sensación de ser usada, poseída, marcada.
Pero entonces, sin previo aviso, José Manuel la volteó, colocándola encima de él con un movimiento fluido. Isabella parpadeó, confundida por el cambio. Nunca antes había estado a cargo, nunca había guiado el ritmo.
—Muévete, putita —ordenó él, sus manos agarrando sus caderas con fuerza—. Demuéstrame para qué sirves.
Isabella tragó saliva, sintiendo el peso de la responsabilidad. No era su placer lo que importaba ahora, sino el de él. Con movimientos tentativos al principio, luego con más confianza, comenzó a cabalgar sobre él, levantando y bajando sus caderas con un ritmo que sabía que lo llevaría al borde.
José Manuel no la ayudó. Se limitó a observarla, sus ojos azules siguiendo cada movimiento, cada temblor de su cuerpo. Cuando su ritmo se volvió más errático, más desesperado, él levantó una mano y la azotó con fuerza en una de sus nalgas.
—¡Ah!
—No te detengas —gruñó—. Sigue.
Isabella obedeció, moviéndose más rápido, más fuerte, sintiendo cómo el orgasmo comenzaba a construirse en su vientre a pesar de no estar buscándolo. Fue entonces cuando vio su celular en la mesita de noche, la pantalla iluminada con cinco llamadas perdidas de un número que reconocía al instante: su madre.
"Mi familia ya sabe que soy una esclava", pensó, y la idea, en lugar de aterrorizarla, la excitó hasta un punto que no creía posible.
—¡Señor! ¡Voy a...!
—Correte, putita —ordenó José Manuel, sus dedos hundiéndose en sus caderas—. Ahora.
El orgasmo la golpeó como una ola, sacudiendo su cuerpo entero mientras gritaba su entrega. José Manuel no tardó en seguirla, su propio climax llegando con un gruñido gutural que Isabella sintió vibrar en lo más profundo de su ser.
Cuando todo terminó, Isabella se derrumbó sobre su pecho, jadeando, sintiendo cómo su semilla se escapaba de su interior. José Manuel no la abrazó, no la consoló. Simplemente dejó que se quedara allí, agotada pero satisfecha, sabiendo que había cumplido con su propósito.
Y en ese momento, mientras las llamadas de su madre seguían sin respuesta, Isabella supo que no había vuelta atrás.
Había encontrado su lugar.
——————— epílogo —————————
El tiempo había adquirido una cualidad diferente dentro de las cuatro paredes que ahora eran su mundo. Diez meses. Diez lunas llenas desde que Isabella había cruzado ese umbral, desde que había elegido entregar su libertad a cambio de una verdad que solo José Manuel podía mostrarle. Ahora, arrodillada entre sus piernas mientras la luz del amanecer filtraba por las cortinas, Isabella movía la cabeza con un ritmo hipnótico, sus labios sellados alrededor del miembro de su señor, sus manos esposadas descansando sobre sus muslos. La cadena que conectaba su collar de cuero al body que llevaba (ahora adaptado para acomodar su vientre abultado) tintineaba suavemente con cada movimiento.
Su cuerpo contaba la historia de estos meses. Marcas de dientes en sus senos, ahora más llenos y sensibles por el embarazo. Moretones en forma de dedos en sus caderas, que José Manuel apretaba con más fuerza ahora que llevaba su semilla dentro. Las líneas paralelas de los azotes matutinos en sus nalgas -siempre diez, nunca una más, nunca una menos- habían dejado cicatrices leves que ardían dulcemente cuando se sentaba. Pero su rostro permanecía impecable, como él había ordenado. "Eres hermosa, putita. No arruinaré tu cara". Y su vientre, ahora redondo y firme bajo el cuero ajustado, era territorio sagrado, intocable para el castigo.
—Más hondo —murmuró José Manuel, sus dedos enredándose en las colitas que aún le hacía llevar, aunque ahora el cabello le llegaba hasta los hombros.
Isabella obedeció inmediatamente, relajando su garganta para tomar más de él, sintiendo cómo golpeaba esa parte sensible al fondo que siempre la hacía lagrimear. Sabía exactamente cómo mover la lengua, cómo usar los labios, cómo tragar al ritmo perfecto. Diez meses de práctica diaria la habían convertido en una experta.
"Diez meses sin ver el sol", pensó, pero la idea no le provocaba nostalgia. Dentro de estas paredes había encontrado más luz que en todos sus años de falsa libertad.
Las primeras semanas después de las fotos habían sido turbulentas. Su teléfono no había dejado de sonar: llamadas de su madre histérica, mensajes de sus amigas pidiendo explicaciones, incluso amenazas de su padre de llamar a la policía. José Manuel la había dejado responder, bajo su supervisión.
—Mamá, soy feliz —había dicho Isabella, acariciando distraídamente las marcas frescas en sus muslos mientras hablaba—. Más feliz que nunca.
—¡Estás loca! ¡Ese monstruo te tiene drogada! —su madre había gritado al otro lado de la línea.
Isabella había sonreído, mirando a José Manuel, quien observaba la escena con los brazos cruzados.
—No, mamá. Solo por fin me entienden.
Las llamadas se habían espaciado, luego cesado por completo. A veces, en la noche, Isabella pensaba en ellos, en esa vida anterior donde estudiaba, salía con amigos, fingía ser alguien que nunca fue. Pero esos recuerdos se sentían como escenas de una película ajena.
El descubrimiento del embarazo había sido una revelación. José Manuel la había examinado con una intensidad nueva cuando su vientre comenzó a abultarse, sus manos ásperas sorprendentemente gentiles al palpar los cambios en su cuerpo.
—Mis hijos serán fuertes —había dicho, más para sí mismo que para ella—. Como su padre.
Isabella había asentido, sintiendo una extraña emoción crecer en su pecho. No era el amor romántico que le habían enseñado a esperar, sino algo más profundo, más primitivo. La satisfacción de cumplir con su propósito.
Ahora, con seis meses de embarazo, su rutina había cambiado solo lo necesario. Los azotes matutinos continuaban, pero evitando cuidadosamente su espalda baja. Limpiaba el departamento con movimientos más lentos, deteniéndose cuando el cansancio la vencía. Y las sesiones de entrenamiento sexual se habían adaptado a su condición, aunque José Manuel aseguraba que la boca y las manos de su esclava nunca descansarían.
—Bien, putita —gruñó José Manuel, sus caderas elevándose para profundizar la penetración en su garganta—. Así me gusta.
Isabella ahogó un gemido cuando sintió el primer chorro amargo llenar su boca. Tragó obedientemente, como siempre, sintiendo cómo su vientre se estremecía. El bebé pateó, como si reaccionara al sabor de su padre.
Los años pasaron como suaves olas sobre la playa. Isabella, ahora con curvas más maduras, su cabello rubio más largo y brillante, caminaba descalza por la casa que ya no era solo el departamento de José Manuel, sino una verdadera hogar en las afueras de la ciudad. Tres niños rubios -dos varones y una niña- jugaban en el jardín bajo el sol de la tarde, sus ojos azules heredados brillando con esa misma intensidad calculadora que los de su padre.
Desde el porche, José Manuel observaba la escena con satisfacción silenciosa. Isabella se acercó a él, llevando una bandeja con su whisky favorito. Al inclinarse para servirle, el collar de cuero -ahora con una placa que decía "Propiedad de J.M.E."- brilló bajo la luz del atardecer.
—Gracias, señor —murmuró, sonriendo cuando su mano más grande se posó sobre su nalga marcada con cariño posesivo.
José Manuel no necesitaba responder. El roce de sus dedos sobre las cicatrices antiguas, la mirada que le dedicó antes de volver a observar a sus hijos, decían todo lo que necesitaba expresar.
Isabella respiró hondo, sintiendo el peso de las cadenas que ya no llevaba en las muñecas pero que seguían atadas a su alma, más fuertes que nunca.
Y supo, sin lugar a dudas, que nunca había sido tan libre como en este momento.
FIN.

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