No me Ames, Domíname - Parte 1
El agua tibia resbalaba por su piel como seda líquida, escurriéndose en gotas que brillaban bajo la luz tenue del baño. Isabella cerró los ojos, dejando que el vapor la envolviera un instante más antes de apagar el grifo. Con movimientos lentos, apartó los mechones rubios que se pegaban a su rostro, revelando esos ojos grandes, marrón oscuro, que parecían guardar secretos bajo sus pestañas húmedas. Su cuerpo, delgado y esculpido con disciplina en el gimnasio, brillaba bajo el reflejo del espejo empañado. Pechos pequeños pero firmes, cintura estrecha y unas nalgas redondas, voluptuosas, que contrastaban con su figura menuda.
Se secó con una toalla suave, acariciando cada curva como si admirara su propia obra de arte. "Demasiado hermosa para un solo hombre", pensó, mordiendo ligeramente su labio inferior mientras una sonrisa juguetona asomaba. Su piel clara, casi perlada, olía a vainilla y jazmín, una mezcla dulce que dejaba un rastro embriagador.
El armario se abrió ante ella como un cofre de tentaciones. Sus dedos deslizaron las perchas, deteniéndose en un vestido negro ajustado, de escote sutil pero suficiente para insinuar lo que guardaba debajo. La tela, suave como un suspiro, se adaptó a su cuerpo mientras se lo ponía, resaltando cada curva sin necesidad de mostrar demasiado. Unos tacones negros de aguja completaron el look, alargando sus piernas y añadiendo ese aire de dominación que tanto disfrutaba.
En el espejo, su reflejo la observó con complicidad. "Veinte años y ni un novio… ¿para qué? Si puedo tener a quien quiera, cuando quiera". Su teléfono vibró en la mesita de noche. Más de veinte mensajes sin leer, como cada día. Hombres deseosos, algunos atractivos, otros patéticos, todos igual de predecibles. Excepto uno.
—José Manuel Evans. Cincuenta y seis años. Pelirrojo. Ojos azules como el mar, pero con una barriga prominente y cicatrices de acné que surcaban su rostro—.
No era su tipo, ni de lejos. Pero su mensaje… "Una noche conmigo y no querrás probar otro hombre". La había hecho reír, luego indignarse. ¿Quién se creía ese viejo? Así que, impulsada por un desafío personal, aceptó. "Lo haré acabar en minutos y luego le recordaré por qué nadie se burla de Isabella".
El aire fresco de la noche la recibió cuando salió de su edificio. Allí, frente a la entrada, un auto negro con los vidrios polarizados esperaba. José Manuel apoyado en el capó, fumando un cigarrillo. Sus ojos azules la escrutaron de arriba abajo, como si ya la estuviera desnudando con la mirada.
—Hola, princesa —dijo, arrojando la colilla al suelo y aplastándola con el zapato.
Isabella caminó hacia él, balanceando las caderas con calculada provocación.
—Hola, José —respondió, alargando la mano para un beso en la mejilla.
Sus labios rozaron su piel apenas un segundo, pero fue suficiente para que él inhalara su perfume.
—Entra —ordenó él, abriendo la puerta del auto.
Ella se deslizó en el asiento, cruzando las piernas con lentitud. José Manuel se acomodó al volante, arrancó el motor y, antes de pisar el acelerador, la miró de reojo.
—Tienes cara de putita —murmuró, sin rastro de humor.
Isabella no se inmutó. Por dentro, sin embargo, una chispa de furia encendió su sangre. "Ya verás, viejo verde", pensó, mientras el auto se perdía en la noche.
La carretera serpenteaba bajo las ruedas, y el silencio entre ellos era denso, cargado de intenciones no dichas. José Manuel condujo con una mano en el volante, la otra descansando sobre su muslo, cerca del cambio de velocidades. Cada tanto, sus dedos se acercaban peligrosamente a la pierna de Isabella, como tentando su paciencia.
—¿Nerviosa? —preguntó él, rompiendo el silencio.
Ella giró la cabeza hacia él, sonriendo con falsa dulzura.
—¿Por qué estaría nerviosa?
—Porque sabes que esta noche no vas a dormir —respondió, deslizando su mano sobre su rodilla.
Isabella no apartó la mirada. "Subestimas a quien no conoces", pensó, mientras sus uñas se clavaban levemente en el asiento de cuero.
El auto se detuvo frente a un edificio imponente, su fachada adornada con luces cálidas y columnas de mármol que reflejaban el brillo de la luna. Isabella arqueó una ceja, sorprendida. Esperaba un motel barato o, tal vez, su departamento. Pero no esto. No un restaurante de esos donde las copas de cristal tintineaban con elegancia y los manteles eran tan blancos que lastimaban la vista.
—¿Aquí? —preguntó, sin poder ocultar el escepticismo en su voz.
José Manuel sonrió, un gesto que no llegaba a sus ojos azules, fríos como el hielo.
—¿Pensaste que te llevaría a un callejón, putita? —susurró, acercándose lo suficiente para que su aliento, cargado de tabaco y whisky, rozara su oreja.
Isabella contuvo un escalofrío. "Este tipo es impredecible", pensó, mientras salía del auto y ajustaba su vestido negro, sintiendo cómo la mirada de José Manuel quemaba su espalda.
El interior del restaurante era aún más lujoso de lo que imaginaba. Candiles de cristal colgaban del techo alto, arrojando destellos dorados sobre las mesas. Los comensales vestían trajes y vestidos caros, sus risas sofisticadas llenando el aire junto con el suave murmullo de un piano de cola en la esquina. Un mozo de impecable chaqué los guió hacia una mesa en un rincón semi-privado, lejos de miradas indiscretas pero lo suficientemente cerca del centro como para que Isabella sintiera que todos la observaban.
—Señor Evans, un placer como siempre —dijo el mozo, inclinándose ligeramente.
José Manuel asintió con un gesto arrogante y se sentó, sin esperar a que Isabella lo hiciera primero. Ella, acostumbrada a que los hombres corrieran para apartarle la silla, se quedó un segundo paralizada antes de sentarse frente a él.
—¿Qué te pasa? —murmuró, inclinándose hacia adelante.
Él no respondió. En lugar de eso, tomó la carta de vinos y la hojeó con fingida concentración.
—Traeremos una botella del Malbec reserva —ordenó, sin levantar la vista—. Para mí. Y para la señorita… agua mineral. Sin gas.
Isabella abrió los ojos, indignada.
—Yo puedo elegir mi propia bebida, gracias —dijo, con una sonrisa forzada.
José Manuel finalmente la miró, y algo en esa mirada la hizo callar.
—No, no puedes —respondió, su voz tan suave como una hoja afilada—. Y de comer, ensalada César. Sin aderezo.
El mozo, incómodo, asintió y se retiró rápidamente. Isabella apretó los puños bajo la mesa. "¿Quién se cree que es?", pensó, sintiendo cómo el rubor del enfado le subía por el cuello.
—No me gusta que me traten así —dijo, bajando la voz pero manteniendo el desafío en sus ojos.
José Manuel se inclinó hacia adelante, como si fuera a confesarle un secreto.
—Tienes ganas de que te coja sobre la mesa, ¿no? —susurró, sus labios rozando su oreja—. Por eso te pones así.
Isabella retrocedió como si la hubiera quemado. "Este viejo está loco", pensó, pero algo en su estómago se retorció, una mezcla de rabia y… ¿excitación? No, imposible.
El mozo regresó con el vino y el agua. Isabella, decidida a recuperar el control, le sonrió con dulzura.
—En realidad, yo preferiría—
Antes de que pudiera terminar, sintió un dolor agudo en el muslo. Las uñas de José Manuel se clavaban en su piel a través del fino tejido de su vestido, con suficiente fuerza para hacerla contener un gemido.
—Ahg—
El mozo la miró, confundido.
—¿Señorita?
Isabella respiró hondo, sintiendo cómo las lágrimas asomaban en sus ojos, más por la sorpresa que por el dolor.
—N-nada. Está bien —logró decir, mientras José Manuel retiraba lentamente sus dedos, dejando una marca que sabía que le duraría horas.
El mozo se alejó, y ella no pudo evitar frotar el lugar donde la había lastimado.
—¿Qué… qué te pasa? —preguntó, esta vez con genuina confusión—. ¿No te gusta mi voz?
José Manuel tomó un sorbo de vino, sin apuro.
—Me encanta tu voz, putita —dijo—. Pero me gusta más cuando callas.
Antes de que pudiera reaccionar, sintió su pierna rozando la suya bajo la mesa. No un roce casual, no un gesto tímido. Era deliberado, invasivo. Su pantorrilla se deslizó entre sus muslos, abriéndolos ligeramente, como si ya le pertenecieran.
Isabella contuvo la respiración. Nunca, en sus veinte años, un hombre la había tratado así. La habían adorado, la habían cortejado, le habían rogado. Pero ninguno la había dominado.
Y lo más aterrador era que, por primera vez, sentía que algo dentro de ella… respondía.
La cena había transcurrido bajo un tenso juego de dominación, cada bocado de su insípida ensalada César sabía a humillación, cada sorbo de agua mineral sin gas le recordaba que, por primera vez, no tenía el control. José Manuel no era como los otros. No se desvivía por complacerla, no le lanzaba miradas ansiosas esperando su aprobación. En cambio, cada vez que Isabella intentaba hablar, sus dedos encontraban su muslo bajo la mesa, apretando con suficiente fuerza para silenciarla, para recordarle que, esa noche, las reglas las ponía él.
"¿Qué clase de hombre es este?", se preguntaba una y otra vez, mientras jugueteaba nerviosamente con el borde de su copa vacía. Pero a medida que pasaban los minutos, una parte de ella—una parte que no quería reconocer—empezaba a responder a ese trato brutal. Cada vez que él la callaba con un pellizco o un roce invasivo entre sus piernas, sentía un escalofrío que no era del todo desagradable.
El postre nunca llegó. José Manuel pagó la cuenta sin siquiera mirarla, como si su presencia fuera un mero trámite. Isabella, acostumbrada a ser el centro de atención, se mordió el labio, sintiendo una mezcla de rabia y excitación que no lograba entender.
—Vamos —ordenó él, levantándose de la mesa sin esperarla.
Ella lo siguió, sus tacones resonando contra el mármol pulido. "A este viejo lo hago acabar en cinco segundos", se repitió mentalmente, tratando de recuperar algo de su seguridad habitual. Pero cuando las puertas del elevador del estacionamiento se cerraron detrás de ellos, supo que la noche apenas comenzaba.
José Manuel la empujó contra la pared fría del estacionamiento antes de que pudiera reaccionar. Sus labios se estrellaron contra los de ella con una ferocidad que la dejó sin aliento. No era un beso, era una toma de posesión. Sus manos, gruesas y ásperas, le sujetaron la cara con fuerza, obligándola a mantener la boca abierta mientras su lengua la invadía. Isabella intentó resistirse, pero cada movimiento solo lograba que él la apretara más contra la pared, sus caderas clavándose en las suyas con una presión que la hacía arquearse.
—Mmmph—
El sabor a tabaco y vino tinto inundó su boca, mezclándose con algo más primitivo, más animal. Y entonces, sin previo aviso, sintió el dolor agudo de sus dientes hundiéndose en su labio inferior.
—¡Ah! —gritó, separándose bruscamente.
Un hilo de sangre resbaló por su mentón. Isabella lo tocó con los dedos, atónita.
—Sos un salvaje —dijo entre jadeos, el corazón latiéndole tan fuerte que sentía que iba a salirse del pecho.
José Manuel no se disculpó. En cambio, la miró con esos ojos azules que ahora parecían más oscuros, más peligrosos.
—A las putas como vos hay que tratarlas así —murmuró, pasando el pulgar por su labio sangrante antes de chuparse la sangre con deliberada lentitud.
Isabella iba a responder, iba a insultarlo, a escupirle en la cara si era necesario, pero entonces sintió la mano de José Manuel estrellarse contra su trasero con una nalgada tan fuerte que resonó en el estacionamiento vacío. El dolor fue inmediato, ardiente, y por alguna razón, su cuerpo respondió antes que su mente.
—Vamos, entra al auto —ordenó él, como si ya supiera que obedecería.
Y ella, sintiendo aún el escozor en su labio y el calor en sus nalgas, lo siguió.
El interior del auto olía a cuero y cigarrillos, un aroma que ahora le resultaba extrañamente intoxicante. Isabella se acomodó en el asiento, tratando de calmar su respiración, pero José Manuel no le dio tiempo.
—Mastúrbate para mí —dijo, sin preámbulos, mientras sacaba su teléfono y comenzaba a grabar.
Isabella lo miró, atónita.
—¿Estás enfermo, verdad? —preguntó, aunque su voz sonó menos segura de lo que hubiera querido.
José Manuel no se inmutó.
—Enferma estás vos, ¿no? —respondió, inclinándose hacia ella—. Entraste a mi auto lista para ser penetrada, ¿verdad?
Isabella abrió la boca para negarlo, para decirle que se había equivocado, que ella nunca… pero entonces se detuvo. Ambos sabían la verdad.
—Sí —admitió finalmente, mirándolo directamente a los ojos—. Vine por sexo. Y…
—Yo también —la interrumpió él—. Pero primero quiero saber si sos lo que estoy buscando. Ahora, mastúrbate para mí.
El silencio que siguió fue denso, cargado de electricidad. Isabella sabía que tenía dos opciones: bajarse del auto y nunca más ver a ese anciano arrogante, o hacer lo que le pedía. Nunca se había masturbado frente a nadie, nunca había permitido que un hombre la mirara así, como si fuera un objeto. Pero algo en la voz de José Manuel, en esa mirada que no dejaba espacio para negociaciones, la hizo dudar.
"Hay que probar cosas nuevas", se dijo finalmente, y con movimientos lentos, casi tentativos, comenzó a subirse el vestido.
El aire frío del auto rozó su piel desnuda mientras revelaba sus muslos, sus bragas de encaje negras, la curva de sus caderas. José Manuel no dijo nada, pero el sonido de su respiración entrecortada y la mirada fija en su cuerpo eran más que suficientes. Isabella tragó saliva, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza.
Y entonces, por primera vez en su vida, obedeció
El vestido negro, que antes la hacía sentir poderosa, ahora le parecía una prenda ridícula, casi infantil, frente al dominio absoluto que José Manuel ejercía sobre ella. Las yemas de sus dedos temblaban ligeramente al deslizarse por la piel de sus muslos, revelando lentamente lo que ningún hombre había visto antes. El aire frío del auto la erizó, pero no tanto como la mirada de él, clavada en cada movimiento, cada centímetro de piel que iba quedando expuesta.
—Más lento —ordenó José Manuel, la voz grave, sin dejar de grabar con el celular—. Quiero ver cómo te tocas, putita.
Isabella sintió el rubor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y excitación que nunca antes había experimentado. Sus dedos, acostumbrados a explorar en privado, ahora se movían bajo la mirada implacable de un hombre que no le permitía ni pestañear sin su consentimiento.
—Así… —murmuró él cuando sus dedos rozaron por primera vez la tela húmeda de sus bragas—. Pero no te metas todavía. Acaricia. Hazte esperar.
Ella contuvo un gemido. "¿Por qué estoy haciendo esto?", pensó, pero sus caderas ya se arqueaban levemente, buscando inconscientemente más presión. La humillación de ser observada, de ser dirigida como si fuera una muñeca, hacía que el fuego en su vientre creciera con una intensidad que la asustaba.
—Quítate las bragas —ordenó él, sin alterar el tono.
Isabella dudó por un segundo, pero cuando sus ojos se encontraron con los de José Manuel, supo que no había espacio para la desobediencia. Con movimientos torpes, se deslizó la tela hacia abajo, exponiéndose por completo. El sonido de la tela rozando sus muslos pareció ensanchar el espacio entre ellos, llenándolo de algo más pesado que el silencio.
—Ahora métete un dedo —dijo él, ajustando el ángulo del celular para capturar mejor la escena—. Despacio. Quiero ver cómo lo haces.
El primer contacto de sus propios dedos con su sexo desnudo la hizo contener la respiración. Estaba embarazosamente húmeda, y el sonido obsceno que produjo al deslizarse por sus labios hizo que mordiera su labio ya lastimado. El dolor agudo le recordó la mordida de José Manuel, y sin querer, un gemido escapó de su garganta.
—Eso es —susurró él, y por primera vez, Isabella detectó algo parecido a la satisfacción en su voz—. Ahora más rápido.
Sus dedos obedecieron antes de que su mente pudiera procesarlo. El placer, mezclado con la vergüenza de saberse grabada, de saberse controlada, se acumulaba en su vientre como una ola a punto de romper.
—No cierres los ojos —gruñó José Manuel—. Mírame mientras te corres.
Isabella no sabía si podría. Cada fibra de su cuerpo gritaba por liberarse, por hundirse en el éxtasis, pero mantener la mirada en esos ojos azules, fríos y calculadores, era casi más de lo que podía soportar. Sin embargo, lo hizo. Y cuando el orgasmo la golpeó, arqueándose contra el asiento del auto, con los dedos hundidos en su propio sexo y los labios entreabiertos en un grito silencioso, fue el orgasmo más intenso de su vida.
José Manuel detuvo la grabación con un clic sutil. Isabella, todavía jadeando, apenas podía pensar. Su cuerpo estaba relajado, satisfecho, pero su mente estaba en caos.
—Cada vez que obedeces, te volvés más linda —dijo él, guardando el celular en su bolsillo como si nada hubiera pasado—. Pero ahora bajate del auto.
Isabella parpadeó, confundida.
—¿Qué?
—Bajate —repitió él, esta vez con un tono que no admitía discusión.
Ella, aturdida por el orgasmo y la repentina orden, apenas tuvo tiempo de ajustarse el vestido antes de que José Manuel se inclinara y abriera la puerta de su lado.
—Espero que seas más obediente la próxima cita —dijo, mientras el motor del auto rugía de nuevo.
Isabella se encontró de pie en el estacionamiento, las piernas aún temblorosas, antes de que su mente procesara lo que estaba pasando.
—¡Viejo de mierda! —gritó, corriendo hacia el auto que ya comenzaba a alejarse—. ¡Llévame a casa!
Pero el auto no se detuvo. Las luces traseras se hicieron más pequeñas en la distancia, dejándola sola, con sus propios jugos resbalando por sus muslos y una mezcla de furia y excitación que no sabía cómo calmar.
Caminó hacia la salida del estacionamiento, sintiendo cómo el frío de la noche contrastaba con el calor que aún ardía entre sus piernas. "No habrá próxima cita", se dijo a sí misma, aunque una parte de ella, pequeña y oscura, ya sabía que mentía.
Continuara...

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