No me Ames, Domíname - Parte 2
Los dos días que siguieron a aquella noche en el estacionamiento habían sido una tormenta de emociones contradictorias para Isabella. Caminaba por los pasillos de la universidad con los puños apretados, los labios aún sensibles por el recuerdo de la mordida de José Manuel, y una rabia que no lograba sacudirse. Sus compañeros, acostumbrados a verla sonriente y coqueta, notaban el cambio: la mirada distante, las respuestas cortantes, la forma en que sus dedos tamborileaban contra el celular como si estuviera a punto de arrojarlo contra la pared.
Ese día había elegido un atuendo sencillo, casi como un acto de rebeldía contra sí misma. Jeans ajustados que acentuaban sus caderas, una blusa blanca semitransparente que dejaba entrever el contorno de su sostén negro, y sus tacones favoritos, esos que hacían eco en los pasillos y atraían miradas. Pero hoy, ni siquiera eso la hacía sentir en control.
Sentada en el último banco del aula, mientras el profesor hablaba de teorías que no lograban captar su atención, sacó el celular por décima vez en la última hora. El nombre de José Manuel Evans seguía ahí, en su lista de contactos, como una mancha que no podía ignorar.
"Basta", pensó, abriendo su perfil con dedos temblorosos. Iba a eliminarlo, a borrar cualquier rastro de ese viejo arrogante de su vida. Pero justo cuando su pulgar se cernía sobre la opción "eliminar contacto", un recuerdo la golpeó con la fuerza de un puño: el sabor a sangre en sus labios, la forma en que él la había besado, mordido, lastimado. Y lo peor de todo: cómo su cuerpo había respondido, cómo el dolor se había mezclado con un placer tan intenso que ahora, en medio de la clase, sintió un escalofrío recorrerle la columna.
—Qué mierda me pasa —murmuró, tan bajo que solo ella pudo escucharlo.
Cerró los ojos por un segundo, respiró hondo, y antes de que pudiera pensarlo dos veces, sus dedos volaban sobre la pantalla, escribiendo un mensaje que ardía en su garganta como un insulto no dicho:
—Viejo de mierda, si tratas así a todas las mujeres, no la vas a poner nunca.
Lo envió. Y casi de inmediato, las pequeñas burbujas azules aparecieron. José Manuel había leído el mensaje. Pero no hubo respuesta. Solo el visto, frío y desafiante, como si sus palabras no valieran la pena de una réplica.
Del otro lado de la ciudad, en un departamento con las cortinas corridas y una botella de whisky medio vacía sobre la mesa, José Manuel sonrió. No era una sonrisa amable, ni siquiera una de esas sonrisas de victoria. Era algo más oscuro, más calculador. Como un depredador que sabe que su presa ya está atrapada, incluso si ella todavía no lo sabe.
Isabella salió de la universidad con paso rápido, como si pudiera escapar de sus propios pensamientos. El sol de la tarde caía sobre su pelo rubio, iluminándolo como una corona, pero su rostro estaba nublado por la confusión.
—Tres cuadras. Solo tres cuadras y estaré en casa —se repitió, aunque no estaba segura de qué esperaba encontrar allí. ¿Un poco de paz? ¿Un respiro de esta obsesión que no la dejaba respirar?
Pero el universo, o quizás el destino perverso que ahora parecía guiar sus pasos, tenía otros planes.
Al doblar en la esquina, un figura familiar la esperaba, apoyada contra un poste de luz como si llevara horas allí. José Manuel.
Isabella se detuvo en seco, el corazón acelerándose hasta el punto de casi doler. Él no dijo nada. No hizo falta. Con un movimiento rápido, casi brutal, su mano se cerró alrededor de uno de sus pezones a través de la fina tela de su blusa, retorciéndolo con suficiente fuerza para que el dolor le arrancara un gemido ahogado.
—¡Ah! ¡Maldito—!
Pero las palabras murieron en sus labios. Porque el dolor, ese dolor agudo y humillante, despertó algo en ella. Una humedad vergonzosa entre sus piernas, un calor que se extendió como lava por su vientre.
José Manuel no necesitó mirar para saberlo. Lo olió en el aire, lo vio en la forma en que sus pupilas se dilataron, en cómo su respiración se volvió entrecortada.
—Mañana a la mañana —dijo, su voz un susurro áspero que le erizó la piel—. Ven sin ropa interior a mi casa.
Isabella abrió la boca para protestar, para insultarlo, para decirle que se fuera al infierno. Pero entonces él soltó su pezón, y el alivio momentáneo solo hizo que la humedad entre sus muslos se volviera más evidente.
—Si no vas, te arrepentirás —añadió, y esta vez, no hubo amenaza en su tono. Solo certeza.
Y luego se fue, dejándola allí, en medio de la acera, con el pezón ardiente y una pregunta que ahora resonaba en su cabeza como un tambor:
"¿Faltaré a la universidad para ir a la casa de un viejo?"
Pero en el fondo, ya sabía la respuesta.
La noche anterior había sido una tormenta de contradicciones para Isabella. Después de aquel encuentro en la esquina, donde José Manuel la había dejado temblando con solo un gesto, había llegado a su departamento con la piel ardiendo y la mente en caos. Sin poder evitarlo, sus dedos habían encontrado su sexo húmedo casi sin pensarlo, como si su cuerpo ya no le perteneciera. Se había masturbado con los ojos cerrados, imaginando sus manos ásperas en lugar de las suyas, su voz áspera ordenándole cosas que jamás habría aceptado en otro contexto. El orgasmo había sido brutal, explosivo, dejándola jadeando y, después, llena de un odio visceral hacia sí misma.
"¿Qué mierda me está pasando?", había pensado, limpiándose los dedos con un pañuelo que luego arrojó al cesto con furia. Había dormido temprano, como si el sueño pudiera borrar la confusión, pero la mañana solo trajo más preguntas.
El mensaje en su celular la esperaba al despertar, como si José Manuel hubiera sabido exactamente cuándo abriría los ojos.
"Calle Junín 458. Departamento 3B. No llegues tarde o serás castigada."
Isabella apretó los dientes. No había un "por favor", ni un "si quieres". Solo una orden, fría y directa. Durante un largo minuto, contempló la idea de bloquearlo, de vestirse e ir a la universidad como si nada hubiera pasado. Pero entonces recordó la humedad entre sus muslos, el ardor en su pezón, la forma en que su cuerpo respondía a ese trato como nunca antes lo había hecho.
"Debo descubrir qué me pasa", se dijo, levantándose de la cama con determinación. "Obedecer un día completo a un viejo no me cambiará la vida. Y yo… yo necesito entender por qué siento esto."
Se vistió con cuidado, eligiendo un atuendo que sabía que volvería locos a los hombres: un vestido rojo ajustado, corto pero no vulgar, que se ceñía a sus curvas como una segunda piel. La tela era lo suficientemente gruesa para no ser transparente, pero lo bastante delgada para que cada roce se sintiera como una caricia. Se puso medias negras de red, esas que sabía que resaltaban el tono perlado de su piel, y sus tacones más altos, esos que hacían crujir los pisos cuando caminaba.
Pero lo más importante, lo que la hacía respirar más rápido solo de pensarlo, fue lo que no se puso: ropa interior.
"Es solo un experimento", se mintió, mirándose en el espejo mientras se mordía el labio. Pero el rubor en sus mejillas y el ligero temblor de sus manos delataban la verdad.
El departamento de José Manuel estaba en un edificio antiguo, con paredes descascaradas y un ascensor que crujía como si fuera a desplomarse en cualquier momento. Al abrir la puerta del 3B, el olor a tabaco y whisky la golpeó de lleno. El lugar era un caos: botellas vacías en la mesa, ceniceros rebosantes de colillas, y una ropa sucia amontonada en un rincón como si llevara semanas sin lavarse.
José Manuel estaba sentado en un sillón desgastado, con una copa de bourbon en la mano y esa mirada que hacía que Isabella sintiera que ya estaba desnuda.
—Llegaste dos minutos tarde —dijo, sin saludarla—. Debo castigarte.
Isabella abrió la boca para protestar, pero entonces él se levantó, acercándose con esa calma peligrosa que la hacía contener la respiración.
—Pero primero, debo comprobar si obedeciste.
Sus manos, grandes y callosas, se posaron en su cintura, y Isabella sintió cómo todo su cuerpo se tensaba. José Manuel no tenía prisa. Sus dedos subieron por el vestido, rozando las medias de red, palpando la piel desnuda de sus muslos con una lentitud que la hacía querer gritar.
Isabella contuvo un gemido cuando sus dedos encontraron el borde del vestido, justo donde terminaban las medias. La tela se deslizó hacia arriba, exponiendo su piel al aire frío del departamento. José Manuel no dijo nada, pero su respiración se volvió más pesada cuando confirmó lo que buscaba: nada la cubría.
Sus manos continuaron su exploración, subiendo por sus caderas, palpando cada centímetro como si quisiera asegurarse de que no había truco. Isabella sintió cómo sus dedos se detenían justo en la curva de sus nalgas, apretando con suficiente fuerza para dejar una marca.
—Bien hecho, putita —murmuró, y esta vez, había algo casi parecido a la aprobación en su voz.
Le acarició la cabeza como si fuera una niña, y Isabella, para su propia sorpresa, no se apartó. Permaneció quieta, obediente, como si ese fuera su lugar.
Por primera vez en su vida, no tenía el control. Y lo más aterrador era que, en algún lugar profundo de su mente, eso la excitaba más que cualquier halago, más que cualquier hombre que hubiera tenido de rodillas.
"¿Hasta dónde llegará?", pensó, mirando a José Manuel a los ojos.
Y supo que pronto lo descubriría.
El cuarto parecía contener la respiración cuando José Manuel tomó entre sus dedos gruesos el pañuelo de seda negra que había sacado del bolsillo de su chaqueta. Isabella lo observó con una mezcla de curiosidad y aprensión, pero no se movió cuando él se acercó, como un predador seguro de su presa. La seda rozó sus párpados antes de que él la anudara con firmeza detrás de su cabeza, sumergiéndola en una oscuridad repentina que hizo que todos sus otros sentidos se agudizaran de inmediato.
—No... no puedo ver —murmuró, y hasta su propia voz le sonó extraña, lejana.
—No necesitas ver —respondió José Manuel, mientras sus manos descendían para tomar las muñecas de Isabella con una seguridad que no admitía resistencia—. Solo necesitas sentir.
Ella sintió cómo la cuerda de cuero, áspera y fría, se enroscaba alrededor de sus muñecas, apretando lo suficiente para que supiera que no podría escapar, pero no tanto como para lastimarla... aún. Cuando terminó de atarla, Isabella probó instintivamente la fuerza de sus ataduras, pero solo logró que los nudos se ajustaran más.
"Es solo una experiencia más", se repitió mentalmente, aunque su corazón latía con una fuerza que resonaba en sus oídos.
Antes de que pudiera prepararse, unas manos fuertes la agarraron por los hombros y la voltearon bruscamente. Isabella sintió el borde de la mesa fría contra su vientre antes de que José Manuel la empujara sobre ella, dejándola boca abajo, con sus nalgas expuestas y elevadas por la posición. El vestido rojo se había corrido hasta su cintura, y el aire del departamento le recorrió la piel desnuda, haciéndola estremecer.
—Esto es por llegar dos minutos tarde —dijo él, y en su voz no había ira, solo una certeza tranquila, como si esto fuera inevitable.
Isabella escuchó el sonido metálico del cinturón desprendiéndose, el crujido del cuero al ser extraído de los pasadores del pantalón. Contuvo la respiración, esperando la penetración brutal que estaba segura que vendría. Pero en lugar de eso, un silbido cortó el aire antes de que el dolor explotara en su piel.
—¡AAAH! —gritó, arqueándose instintivamente, pero las manos de José Manuel la sujetaron con firmeza, manteniéndola en su lugar.
El cinturón había caído con una fuerza calculada, dejando una línea de fuego en su carne que la hizo ver estrellas incluso tras la venda.
—¡No! ¡Para! —suplicó, pero su voz sonaba más débil de lo que hubiera querido.
José Manuel no respondió. En lugar de eso, el segundo golpe llegó, esta vez en la otra nalga, con una precisión que dejó claro que esto no era un castigo improvisado, sino una lección cuidadosamente planeada.
—Vas a aprender cuál es tu lugar, putita —dijo, y el cinturón silbó de nuevo.
—¡AAAAY, DIOS! —Isabella retorció las manos atadas, pero no intentó escapar. Algo dentro de ella, algo oscuro y desconocido, la mantenía en su lugar tanto como las ataduras.
Los azotes continuaron, alternando entre nalgas, a veces más fuertes, a veces más suaves, pero siempre con esa precisión que hacía que cada golpe se sintiera como una marca que iba más allá de la piel. Isabella gritó, maldijo, suplicó, pero con cada lágrima que rodaba por su rostro, notó algo más: una humedad entre sus piernas que no podía negar, un calor que crecía con cada latigazo.
—¡No puedo... no puedo más! —gimió, pero su cuerpo decía lo contrario, arqueándose hacia el dolor en lugar de alejarse.
José Manuel lo notó. Lo notó en la forma en que sus caderas se movían sin que ella lo controlara, en cómo sus gemidos habían pasado del dolor a algo más complejo, más profundo.
—Sí, puedes —murmuró, y esta vez el cinturón cayó más bajo, rozando la parte superior de sus muslos, donde la piel era más sensible.
Isabella gritó de nuevo, pero esta vez el sonido se quebró en algo más parecido a un quejido. El dolor ya no era solo dolor; era una ola que la arrastraba hacia algo que nunca antes había sentido. Sus músculos se tensaron, sus piernas temblaron, y entonces, sin previo aviso, el orgasmo la golpeó con una fuerza que la dejó sin aliento.
—¡¡NOO...!! —gritó, pero no era un grito de negación, sino de sorpresa, de incredulidad ante la intensidad de lo que sentía.
Su cuerpo se sacudió, las ataduras cortando su piel mientras las contracciones la recorrieron de pies a cabeza. Era el orgasmo más intenso de su vida, y había llegado sin que nadie la tocara allí, sin más estímulo que el dolor y la sumisión.
Cuando terminó, quedó jadeando sobre la mesa, el vestido arrugado, su piel marcada y sudorosa, y su mente en un estado de confusión absoluta.
José Manuel dejó el cinturón a un lado y desató sus manos con movimientos lentos, casi cuidadosos. Isabella apenas podía moverse, pero cuando la venda fue retirada y sus ojos se encontraron con los de él, supo que algo había cambiado para siempre.
—Ahora lo sabes también, ¿verdad? —preguntó José Manuel, pasando un dedo por una de las marcas rojas en sus nalgas.
Isabella no respondió. No necesitaba hacerlo. Ambos lo sabían.
El dolor la excitaba. Y ahora, no había vuelta atrás.
Continuara...

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