No me Ames, Domíname - Parte 3

 


El aire en el departamento de José Manuel estaba cargado con el olor a tabaco, whisky y ahora, el aroma dulzón del sexo y el sudor que emanaba del cuerpo de Isabella. Las marcas del cinturón aún ardían en sus nalgas, un recordatorio constante de lo que acababa de suceder, de lo que había descubierto sobre sí misma. Mientras permanecía de pie frente a él, con las manos temblorosas y la respiración aún agitada, José Manuel la observó con esa mirada calculadora que parecía perforar hasta su alma. 


—Desvístete —ordenó, su voz grave y sin lugar a discusión. 


Isabella sintió un escalofrío recorrer su columna. No era una petición, era una prueba. Una parte de ella quería rebelarse, quería negarse y recuperar aunque fuera un ápice de control, pero algo más profundo, más oscuro, la impulsó a obedecer. Con movimientos lentos, casi teatrales en su sensualidad, llevó sus dedos a la espalda y deslizó el cierre del vestido rojo, dejando que la tela resbalara por su cuerpo hasta amontonarse en el suelo a sus pies. 


El aire frío del departamento rozó su piel desnuda, haciendo que sus pezones se endurecieran al instante. No era solo por el frío, sino por la forma en que José Manuel la miraba, como si fuera un objeto, una posesión que ahora estaba completamente a su merced. 


José Manuel se reclinó en el sillón, los ojos recorriendo cada centímetro de su cuerpo con una frialdad que contrastaba con el fuego que despertaba en Isabella. Desde sus pequeños pechos firmes hasta la curva de sus caderas, el suave vello rubio que cubría su sexo, y las marcas rojas que ahora decoraban sus nalgas. 


—Ponte a limpiar —dijo finalmente, señalando el desorden del departamento con un gesto despreocupado—. El lugar no se limpiará solo. 


Isabella parpadeó, confundida. Después de lo que acababa de pasar, después del dolor y el éxtasis, esta orden mundana la tomó por sorpresa. Pero algo dentro de ella, algo que no entendía del todo, se sintió extrañamente cómoda con la situación. 


"¿Por qué esto me hace sentir así?", pensó, mientras se movía hacia el pequeño armario donde había visto un trapo y productos de limpieza. 


Con las piernas aún temblorosas y el dolor en sus nalgas recordándole su lugar, Isabella comenzó a limpiar. Cada movimiento, cada flexión de su cuerpo, hacía que las marcas del cinturón ardieran, pero también que la humedad entre sus piernas aumentara. José Manuel no la ayudaba. Se limitaba a observarla desde el sillón, con esa mirada de dueño satisfecho, ocasionalmente dando indicaciones secas. 


—No así, estúpida. Limpia el polvo primero, luego el suelo. 


—Sí, José —murmuró Isabella, sorprendiéndose a sí misma por la facilidad con la que el nombre le salió de los labios. 


Cada vez que cometía un error, cada vez que pasaba el trapo en la dirección equivocada o dejaba un rincón sin limpiar, él la insultaba con palabras que deberían haberla hecho hervir de rabia. 


—Inútil. ¿Nunca has limpiado nada en tu vida? 


Pero en lugar de enfurecerla, las palabras la hacían sentir más sumisa, más pequeña, y de alguna manera, más segura. Era como si cada insulto, cada orden, fuera un ladrillo más en un muro que la protegía de tener que pensar, de tener que decidir. 


Cuando finalmente terminó, con las manos adoloridas y la frente perlada de sudor, José Manuel la llamó con un gesto. 


—Ven aquí. 


Isabella obedeció, acercándose con pasos vacilantes hasta quedar frente a él. 


—De rodillas —ordenó. 


Ella se arrodilló, sintiendo el frío del suelo contra su piel, pero sin apartar la mirada de él. 


José Manuel sacó su celular y abrió la aplicación de la cámara, enfocándola con una sonrisa siniestra. 


—Repite después de mí —dijo, y su voz tenía un tono que Isabella no había escuchado antes—. "Soy una puta que necesita dolor". 


Isabella abrió los ojos, el rubor subiéndole por el cuello hasta las mejillas. 


—No... no puedo decir eso— 


—Dilo —interrumpió él, y esta vez no había espacio para la discusión en su voz. 


Isabella tragó saliva, sintiendo cómo el peso de la humillación se mezclaba con una excitación que no podía negar. 


—Soy... soy una puta que necesita dolor —murmuró, casi inaudible. 


—Más fuerte. Y mira a la cámara. 


—¡Soy una puta que necesita dolor! —repitió, esta vez con voz clara, sintiendo cómo las palabras la liberaban y la encadenaban al mismo tiempo. 


José Manuel sonrió, satisfecho, y continuó grabando mientras la hacía repetir la frase una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez con más convicción, hasta que las lágrimas rodaban por sus mejillas pero su cuerpo ardía de excitación. 


El departamento estaba en silencio, solo roto por el sonido de la respiración entrecortada de Isabella, todavía arrodillada frente a José Manuel, sus muslos temblorosos pegados al suelo frío. Las palabras humillantes que había repetido para la cámara aún resonaban en sus oídos, pero en lugar de vergüenza, una extraña calma se había apoderado de ella. Había cruzado un umbral, y no había vuelta atrás. 


José Manuel, sentado en el sillón como un rey en su trono, la observaba con esa mirada penetrante que hacía que Isabella sintiera que estaba siendo diseccionada. 


—Has obedecido bien, putita —dijo, pasando un dedo por su mejilla húmeda de lágrimas—. Mereces una recompensa. 


Isabella alzó la vista, confundida. ¿Una recompensa? Después de todo lo que había pasado, no sabía qué esperar. 


—Mastúrbate para mí —ordenó, su voz baja pero implacable—. Aquí, de rodillas. Quiero verte disfrutar lo que eres. 


Isabella contuvo un gemido. Aunque su cuerpo ya estaba excitado, la orden la tomó por sorpresa. Ya se había tocado frente a José Manuel, pero esta vez era distinto. Algo dentro de ella, algo que había despertado bajo el dolor y la sumisión, ansiaba complacerlo. 


Con movimientos lentos, casi tímidos al principio, llevó sus dedos entre sus piernas, sintiendo la humedad que ya empapaba su sexo. Un suspiro escapó de sus labios cuando sus dedos encontraron su clítoris, sensible e hinchado por la excitación acumulada. 


—Mmm... —murmuró, cerrando los ojos por un instante antes de recordar que él quería verla. 


—Abre los ojos —gruñó José Manuel—. Y no te detengas. 


Isabella obedeció, fijando su mirada en él mientras sus dedos comenzaban a moverse en círculos lentos, aumentando la presión a medida que el placer crecía. 


—Sí... así... —susurró, más para sí misma que para él. 


Pero José Manuel no era un espectador pasivo. Mientras ella se tocaba, él se inclinó hacia adelante y, sin previo aviso, le abofeteó la cara con suficiente fuerza para hacerla ladear la cabeza. 


—¡Ah! —gritó Isabella, pero sus dedos no se detuvieron. Al contrario, el dolor agudo mezclado con el placer hizo que sus movimientos se volvieran más urgentes. 


—Eres una puta, ¿verdad? —preguntó él, mientras sus dedos encontraban uno de sus pezones y lo pellizcaban con fuerza. 


—¡Sí! Sí, lo soy... —jadeó Isabella, arqueándose hacia su mano. 


José Manuel sonrió, disfrutando de su reacción. Con un movimiento brusco, le tiró del pelo, obligándola a arquear la espalda aún más. 


—Dilo otra vez. 


—¡Soy una puta! —gritó Isabella, ahora moviendo sus dedos más rápido, el orgasmo acercándose como una ola imparable. 


Pero justo cuando estaba al borde, cuando cada músculo de su cuerpo se tensaba en anticipación, José Manuel le pellizcó ambos pezones a la vez con una fuerza que la hizo gritar. 


—¡No! ¡Por favor! —suplicó, pero él no cedió. 


—¿Quién te dio permiso para correrte? —preguntó, su voz un susurro peligroso. 


Isabella sacudió la cabeza, desesperada. 


—Nadie... nadie me dio permiso... 


—Entonces pídelo. 


Isabella jadeó, sintiendo cómo el orgasmo retrocedía, dejándola al borde de un precipicio. 


—Por favor... déjame venir... 


José Manuel la miró por un largo momento, como si disfrutara de su agonía. 


—Dilo bien. 


Isabella tragó saliva, sabiendo lo que quería. 


—Gracias, Dueño, por educarme... —murmuró, su voz quebrada. 


José Manuel sonrió y soltó sus pezones. 


—Ahora puedes venir. 


Fue como si hubiera soltado un dique. El orgasmo golpeó a Isabella con una fuerza que la dejó sin aliento, sacudiendo su cuerpo entero mientras gritaba su placer. 


—¡¡Dios, sí!! ¡¡Gracias, Dueño!! —gritó, mientras las olas de éxtasis la arrastraban. 


Cuando finalmente terminó, jadeando y temblorosa, José Manuel le acarició el pelo con una ternura que contrastaba con todo lo anterior. 


—El día apenas comienza, putita —murmuró—. Y aún tienes mucho que aprender. 


Isabella, con su cuerpo marcado y su alma expuesta, supo que no había nada en el mundo que quisiera más. 


Isabella: El Ritual de la Sumisión 


El tiempo pareció detenerse mientras José Manuel la observaba, sus ojos azules como dagas que diseccionaban cada temblor, cada jadeo que escapaba de los labios entreabiertos de Isabella. La rubia aún sentía los espasmos de su orgasmo recorriendo su cuerpo, las piernas débiles, el sexo palpitando. Pero había algo en la forma en que él la miraba—esa mezcla de lujuria y posesión—que le hizo entender que esto no había terminado. 


—No me mires con esos ojos de putita asustada —gruñó José Manuel, levantándose del sillón con un movimiento fluido—. Sabes lo que quiero. 


Isabella no tuvo tiempo de responder. En un instante, sus brazos la levantaron con una fuerza que la dejó sin aliento, empujándola contra la pared fría del departamento. La espalda desnuda chocó contra el yeso, pero el dolor se mezcló con una excitación inmediata. 


—J-José… —tartamudeó, pero sus palabras se convirtieron en un gemido cuando él le enredó los dedos en su melena rubia y tiró con fuerza, exponiendo su cuello. 


—Cállate —ordenó, mientras su otra mano recorría su costado, deteniéndose para pellizcar su cintura—. Solo siente. 


Ella sintió el roce áspero de sus pantalones contra sus muslos, la presión de su cuerpo musculoso aprisionándola. Y entonces, sin preámbulos, la penetró con una embestida brutal que la hizo arquearse. 


—¡Ah, Dios! —gritó Isabella, las uñas clavándose en la pared detrás de ella. 


José Manuel no le dio tiempo a adaptarse. Comenzó a moverse con un ritmo salvaje, cada empujón más fuerte que el anterior, cada retroceso una tortura que la hacía gemir. 


—Dime, putita —jadeó él en su oído, su voz áspera por el esfuerzo—. ¿Alguna vez te cogieron así? 


Isabella negó con la cabeza, incapaz de formar palabras. Nunca. Nunca había sentido algo así. Cada movimiento de sus caderas parecía alcanzar un lugar dentro de ella que no sabía que existía. 


—No… nunca… —logró balbucear. 


José Manuel gruñó, satisfecho, y cambió el ángulo ligeramente, asegurándose de que cada embestida rozara ese punto perfecto. 


—Porque los otros eran niños —murmuró—. Yo sé lo que necesitas. 


Isabella sintió cómo el orgasmo comenzaba a construirse de nuevo, más rápido esta vez, como si su cuerpo ya estuviera programado para responder a él. 


—Voy a… voy a… —pero las palabras se perdieron en un grito cuando la primera ola la golpeó, haciendo que sus piernas temblaran y su cuerpo se convulsionara alrededor de él. 


José Manuel no se detuvo. 


—¿Ya? —preguntó con un tono burlón—. Solo fue el primero. 


La cambió de posición bruscamente, haciéndola girar para que quedara de espaldas contra la pared. Isabella apenas tuvo tiempo de entender lo que pasaba antes de que él la penetrara de nuevo, esta vez más profundo, más duro. 


—¡Eres un maldito animal! —gritó, pero sus palabras sonaron más a súplica que a insulto. 


Él respondió con una palmada en su nalga ya sensible, haciendo que gritara de nuevo. 


—No lo soy —corrigió, agarrándola de las caderas para clavar cada embestida con precisión quirúrgica—. Solo que a vos nunca te cogieron bien. 


Isabella no podía pensar. El dolor de la palmada se mezclaba con el placer de su penetración, creando un cóctel intoxicante que la hacía perder la noción de todo. Cuando la mano de José Manuel se cerró alrededor de su garganta, aplicando justo la presión suficiente para marearla pero no para asfixiarla, su cuerpo reaccionó antes que su mente. 


Un segundo orgasmo, más intenso que el primero, la sacudió como un relámpago, haciéndola gritar su nombre entre lágrimas. 


—¡José! ¡José, por favor! 


Fue solo entonces, cuando sintió cómo su interior se contraía alrededor de él en espasmos casi dolorosos, que José Manuel permitió que su propio climax lo alcanzara. Con un gruñido gutural, la llenó, sus dedos marcando moretones en sus caderas. 


Los minutos siguientes pasaron en un silencio pesado, solo roto por sus respiraciones agitadas. Isabella estaba temblorosa, sensible, cada nervio de su cuerpo alborotado. José Manuel se separó de ella con un movimiento brusco, como si ya estuviera aburrido. 


Ella apenas tuvo tiempo de recuperar el aliento antes de que él agarrara su vestido y sus medias del suelo y los arrojara hacia la puerta. 


—Ándate, putita —dijo, abriendo la puerta de un golpe—. Ya aprendiste demasiado por hoy. 


Isabella lo miró, atónita. 


—¿Q-qué? No puedo… 


—Ahora —interrumpió él, señalando el pasillo con la cabeza. 


Con las mejillas ardiendo de vergüenza, Isabella recogió su ropa y salió al pasillo, sintiendo cómo sus propias secreciones le corrían por los muslos. Se vistió a toda prisa, temerosa de que algún vecino apareciera. 


Mientras caminaba hacia su casa, las piernas aún débiles, una pregunta resonaba en su mente: 


"¿Qué tiene ese viejo que me hace sentir tan diminuta y tan perfecta?" 


Y por primera vez en su vida, no tenía miedo de la respuesta. 


 


Continuara... 

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