No me Ames, Domíname - Parte 4
La luz del amanecer se filtraba entre las cortinas del dormitorio de Isabella, pintando rayas doradas sobre su cuerpo dolorido. Con un gemido apenas audible, se estiró bajo las sábanas, sintiendo cada músculo protestar, cada marca en su piel recordándole la noche anterior. Las sábanas rozaban sus nalgas aún sensibles, enviando pequeñas descargas de dolor que la hacían contener la respiración. No era un dolor desagradable, sino una presencia constante, una marca física de lo que había vivido.
Se levantó con movimientos lentos, como si temiera que su cuerpo se desarmara, y se acercó al espejo de cuerpo entero que colgaba en la puerta de su armario. Lo que vio la dejó paralizada.
Su piel, normalmente impecable y suave como porcelana, estaba marcada con moretones en forma de dedos en las caderas, líneas rojas apenas desvanecidas en sus nalgas, y lo más sorprendente: en el interior de sus muslos, cerca de su sexo aún hinchado, una marca de mordida perfecta que formaba casi las iniciales "J.M.E.".
"José Manuel Evans".
Isabella pasó los dedos por las marcas, una por una, esperando sentir asco, vergüenza, arrepentimiento. Pero no llegaron. En su lugar, una extraña calidez se extendió por su vientre, acompañada de un cosquilleo entre sus piernas.
—¿Por qué no me siento sucia? —susurró para sí misma, inclinándose más cerca del espejo—. Esto no tiene sentido...
Su reflejo no respondió, solo la miró con esos ojos marrones llenos de confusión y algo más, algo que no quería nombrar.
El sonido de su teléfono la sobresaltó. Un mensaje. Y aunque no había necesidad de mirar el nombre, su corazón aceleró el ritmo de todos modos.
"Hoy tampoco vas a la universidad. Llama a tu mejor amiga y cuéntale todo lo ocurrido."
Isabella parpadeó. ¿Cómo sabía él que necesitaba hablar con alguien? ¿Cómo sabía exactamente lo que ella estaba pensando?
Pero más allá de esas preguntas, la idea no le pareció mala. Necesitaba a alguien que la entendiera, alguien que no la juzgara. Y aunque sabía que pocas personas aprobarían lo que había hecho, su amiga de la infancia, Sofía, siempre había sido su confidente.
El café estaba casi vacío a esa hora de la mañana. Isabella eligió una mesa en el rincón más apartado, jugando nerviosamente con la taza de café que se enfriaba frente a ella. Cuando Sofía llegó, con su habitual sonrisa radiante y su pelo castaño recogido en una coleta despeinada, Isabella sintió un nudo en la garganta.
—¡Isa! ¿Qué pasa? Parece que has visto un fantasma —dijo Sofía, dejando caer su mochila en la silla contraria—. Y ¿qué haces vestida así? Pareces una monja.
Isabella miró su propio atuendo: un suéter holgado de cuello alto y jeans anchos. Nada que ver con su estilo habitual.
—Sof... tengo que contarte algo —comenzó, sus dedos temblando alrededor de la taza—. Algo que quizás no entiendas al principio.
Sofía arqueó una ceja, pero se inclinó hacia adelante, lista para escuchar.
Y entonces Isabella lo contó todo. Desde la primera cita en el restaurante hasta la noche anterior, hasta las marcas que llevaba bajo la ropa.
La expresión de Sofía cambió gradualmente de curiosidad a horror.
—¿Estás diciendo que ese viejo te... te lastimó? —preguntó, su voz un susurro escandalizado—. Isabella, ¡eso es abuso! ¡Tienes que denunciarlo!
Isabella negó con la cabeza con vehemencia.
—No, Sofía, no entiendes. Yo lo deseaba. Me gustó.
—¡¿Te gustó que te golpeara?! —Sofía casi gritó, haciendo que un par de clientes voltearan a mirarlas—. ¡Por Dios, Isa! ¡Eso no es normal!
—¡Para mí lo es! —Isabella golpeó la mesa con tanta fuerza que el café se derramó—. Nunca me había sentido así, nunca había...
—¿Qué? ¿Nunca habías sido tratada como un pedazo de carne? —Sofía se levantó bruscamente, su silla chirriando contra el piso—. No puedo creer esto. No puedo creer que mi mejor amiga se deje usar así.
Isabella sintió cómo las lágrimas comenzaban a nublar su visión.
—Sofía, por favor, intenta entender...
—No. No hay nada que entender —Sofía agarró su mochila con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron—. No vuelvas a hablar conmigo mientras te entregues a un viejo como una puta masoquista.
La palabra golpeó a Isabella como un puño.
—¡Espera! ¡No es así! —se levantó para seguirla, pero Sofía ya estaba en la puerta.
—Me decepcionaste, Isa —dijo Sofía antes de salir, y esas últimas palabras fueron peor que cualquier insulto.
Isabella no recordaba haber salido del café. No recordaba haber caminado hasta su casa. Solo recordaba el sonido de su propia voz llorando, los sollozos que sacudían su cuerpo mientras se desplomaba en el sofá. Sofía era su amiga desde el jardín de infantes. Habían pasado por todo juntas: primeros amores, rupturas, exámenes, fiestas. Nunca, en todos esos años, habían tenido una pelea así.
Y lo peor era que una parte de ella, una parte pequeña pero persistente, sabía que Sofía tenía razón. Esto no era normal. Esto no era sano.
Pero entonces, ¿por qué se sentía tan bien?
Casi sin pensarlo, tomó su teléfono y marcó el número que ya conocía de memoria.
—Mi amiga no me entiende —dijo tan pronto como José Manuel contestó, su voz quebrada por las lágrimas.
Del otro lado de la línea, hubo un silencio. Luego, una voz calmada, segura:
—Yo sí te entiendo.
Isabella cerró los ojos, sintiendo cómo esas tres palabras la envolvían como un abrazo.
—Báñate y espera nuevas órdenes mías.
El llamado terminó antes de que ella pudiera responder. Pero no importaba. No necesitaba hablar. Solo necesitaba obedecer.
En su departamento, José Manuel dejó el teléfono sobre la mesa y sonrió. No era una sonrisa de triunfo, sino de satisfacción. Isabella era exactamente lo que había buscado durante tanto tiempo: una sumisa natural, alguien que no solo aceptaba su dominación, sino que la necesitaba.
Y no iba a permitir que los prejuicios de una sociedad doble moralista se interpusieran en su camino. No cuando finalmente había encontrado a alguien que lo entendía.
Isabella: Las Pruebas del Placer
El mensaje llegó justo cuando Isabella terminaba de secarse el cabello después del baño. El sonido de la notificación hizo que su corazón se acelerara antes incluso de mirar la pantalla. Sabía quién era. Solo una persona podía hacer que su cuerpo reaccionara así con solo un ping.
"Ven a mi departamento. Sin ropa interior. Solo un vestido."
Las palabras eran simples, directas, sin espacio para preguntas o negociaciones. Isabella sintió cómo un escalofrío le recorría la columna mientras leía y releía el mensaje. No había un "por favor", no había un "si quieres". Solo una orden. Y lo más extraño era cómo esa falta de opción la hacía sentirse... libre.
Se vistió con cuidado, eligiendo un vestido azul claro, ligero, que le llegaba hasta mitad del muslo. No se puso ropa interior, como él había ordenado. Cada paso que daba hacia el departamento de José Manuel le recordaba su falta de prendas íntimas, el roce de la tela contra su sexo desnudo haciéndola consciente de cada movimiento.
Cuando llegó, la puerta estaba ligeramente entreabierta. Isabella empujó con un dedo tembloroso, entrando al departamento que ya empezaba a sentir como una segunda piel.
José Manuel estaba sentado en el sillón, con un cuaderno en las manos y un lápiz entre los dedos. No se levantó para recibirla. No la besó. Solo la miró de arriba abajo, sus ojos azules evaluando cada detalle de su vestido, como si pudiera ver a través de la tela.
—Bien —dijo finalmente—. Hoy vamos a hacer unas pruebas.
Isabella parpadeó.
—¿Pruebas?
—Pruebas de dolor —aclaró él, cerrando el cuaderno con un golpe seco—. Para saber qué tipo disfrutas más.
Ella abrió la boca para responder, pero se detuvo. La verdad era que ni siquiera ella lo sabía. Solo sabía que algo en la forma en que José Manuel la trataba la hacía sentir viva de una manera que nunca antes había experimentado.
—Sí, José —asintió.
Él levantó una ceja.
—Desde hoy me llamarás "señor".
Isabella sintió cómo el suelo parecía moverse bajo sus pies. Esa palabra, ese título, hacía que todo fuera más real, más intenso.
—Sí, señor —repitió, y notó cómo su voz sonaba diferente, más sumisa, más... adecuada.
José Manuel sonrió, satisfecho.
—Empecemos. — Luego de una pausa, dijo—Quítate el vestido —ordenó él, señalando el centro de la habitación—. Y repite después de mí: "Soy una puta masoquista".
Isabella tragó saliva, pero obedeció. Con movimientos lentos, se quitó el vestido, dejándolo caer al suelo. El aire frío del departamento le erizó la piel, pero la vergüenza que esperaba sentir nunca llegó. En su lugar, una extraña calma se apoderó de ella.
—Soy una puta masoquista —repitió, y aunque sus mejillas ardieron, también sintió un cosquilleo entre las piernas.
—Más fuerte.
—¡Soy una puta masoquista!
José Manuel asintió y le pasó un trapo.
—Ahora limpia. Y no dejes de repetirlo.
Isabella comenzó a limpiar los muebles, cada movimiento haciendo que sus pechos se balancearan libremente, cada paso recordándole su desnudez. Y mientras lo hacía, repetía las palabras, una y otra vez, hasta que empezaron a perder su significado, hasta que solo fueron sonidos que llenaban el aire entre ellos.
Cuando terminó, José Manuel la llamó hacia él. Sin decir una palabra, inclinó la cabeza y mordió uno de sus pezones con suficiente fuerza para hacerla gritar.
—¡Ah! ¡Señor!
Pero él no se detuvo. Sus dientes se hundieron en la carne suave de sus senos, dejando marcas rojas que pronto se convertirían en moretones. Isabella jadeó, sintiendo cómo el dolor se mezclaba con el placer, cómo cada mordida la hacía sentir más suya.
—Esto es para que no olvides a quién perteneces —murmuró contra su piel, antes de darle una última mordida que la hizo arquearse.
Luego José Manuel esparció sal gruesa en el suelo y señaló el montículo con un gesto de la cabeza.
—Arrodíllate aquí.
Isabella obedeció, pero apenas sus rodillas tocaron los cristales ásperos, un gemido escapó de sus labios.
—Duele...
—Por supuesto que duele —dijo él, tomando asiento frente a ella—. ¿Crees que el placer viene sin dolor?
Empezó a hacerle preguntas, cada una más humillante que la anterior.
—¿Cuántos hombres te han follado antes que yo?
Isabella sacudió la cabeza, las lágrimas asomando en sus ojos.
—No recuerdo, señor.
—Mientes.
—¡No! ¡Es la verdad! — Bajo mas la cabeza y dijo con vergüenza — Todos los finde semana me dejaba coger por uno distinto.
José Manuel se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con algo peligroso.
—Entonces dime, ¿Alguno te hizo sentir como yo?
— No, ¡¡Ninguno!! Señor — Lo dijo con seguridad único.
— ¿Porque eres tan masoquista?
Isabella no supo qué responder, pero el dolor en sus rodillas, la humillación de las preguntas, todo se mezclaba en un cóctel intoxicante que la hacía sentir más viva que nunca.
La siguiente prueba fue muy intensa. José Manuel encendió una vela y dejó que la cera caliente cayera sobre sus muslos. Isabella gritó con cada gota, pero cuando él se inclinó para lamer las zonas sensibles, el dolor se transformó en placer.
Y entonces, sin que él la tocara allí, sin más estímulo que su lengua en su piel, Isabella llegó al orgasmo, gritando su nombre mientras las olas de éxtasis la arrastraban.
José Manuel la observó, satisfecho.
—Bien hecho, putita —murmuró—. Muy bien hecho.
Isabella: La Prueba Final
El departamento estaba en silencio, solo roto por el sonido de la respiración entrecortada de Isabella, todavía temblorosa después del orgasmo provocado por la cera caliente. Su cuerpo estaba marcado, sensible, cada músculo alerta, cada nervio al borde. Pero José Manuel no había terminado con ella. No todavía.
—Una última prueba —anunció, levantándose del sillón con esa calma que siempre la hacía sentir pequeña, vulnerable—. Sexo con privación.
Isabella parpadeó, tratando de entender.
—¿Privación?
José Manuel no respondió con palabras. En lugar de eso, tomó la misma venda de seda negra que había usado antes y la envolvió alrededor de sus ojos, sumergiéndola en una oscuridad absoluta. Luego, con movimientos firmes, le ató las manos detrás de la espalda.
—Grita y te azoto con fuerza —susurró en su oído, su aliento caliente rozando su piel—. ¿Entendido, putita?
Isabella asintió, sintiendo cómo un nuevo tipo de excitación comenzaba a crecer dentro de ella. Esto era diferente. No podía ver. No podía tocar. Solo podía sentir.
Él la empujó suavemente hacia el suelo, su cuerpo desnudo encontrando la frialdad de las tablas de madera. Isabella contuvo la respiración, esperando la penetración brutal a la que ya se había acostumbrado. Pero José Manuel no tenía prisa.
Sus manos recorrieron su cuerpo con una lentitud agonizante, deteniéndose en cada curva, cada marca que él mismo había dejado. Cuando finalmente la penetró, lo hizo con una suavidad que la tomó por sorpresa.
—Mmm... —escapó de sus labios antes de que pudiera detenerse.
—Ya empezamos —murmuró José Manuel, y aunque no podía verlo, Isabella sabía que estaba sonriendo—. Uno.
El primer azote con la vara llegó antes de que pudiera prepararse, crujiendo contra su nalga izquierda con una precisión que la hizo arquearse.
—¡Ah!
Pero él no se detuvo. Continuó moviéndose dentro de ella, cada embestida un poco más fuerte que la anterior, cada movimiento calculado para llevarla al borde sin permitirle caer.
Isabella mordió su labio, tratando desesperadamente de contener los gemidos que amenazaban con escaparse. Pero era inútil.
—¡Oh, Dios...! —jadeó cuando una embestida particularmente profunda encontró ese punto dentro de ella que la hacía ver estrellas.
—Dos —contó él, y la vara encontró su objetivo de nuevo.
Los gemidos se volvieron incontrolables, cada uno seguido por el sonido de la vara contra su piel, cada azote enviando ondas de dolor que se mezclaban con el placer hasta que ya no podía distinguir entre ellos.
—¡Señor! ¡Por favor! —suplicó, pero no estaba segura de qué estaba pidiendo. ¿Que parara? ¿Que continuara?
José Manuel se rió, un sonido bajo y oscuro que vibró contra su espalda.
—Cómo voy a gozar azotarte —prometió, y aumentó el ritmo, sus caderas estrellándose contra las suyas con una fuerza que hacía temblar todo su cuerpo.
Isabella sintió cómo el orgasmo se acercaba, inevitable, imparable.
—¡Voy a... voy a...!
—Correte, putita —ordenó él, y como si sus palabras hubieran roto un hechizo, Isabella se derrumbó, gritando su placer mientras las contracciones la sacudían.
José Manuel no tardó en seguirla, su propio climax llegando con un gruñido gutural que Isabella sintió más que escuchó.
Después, cuando ambos recuperaban el aliento, él se sentó en el sillón, observándola con esos ojos que siempre parecían saber demasiado.
—En cuatro —ordenó, señalando el suelo frente a él.
Isabella, todavía jadeando, obedeció, colocándose en la posición que él quería. Sabía lo que venía. Y, por primera vez, lo esperaba con una mezcla de miedo y anticipación.
La vara silbó en el aire antes de estrellarse contra su piel.
—Uno —contó José Manuel—. Por el primer gemido.
El dolor era agudo, brillante, dejando una línea de fuego en su piel.
—¡Ah!
—Dos.
Otro golpe, esta vez en la otra nalga. Isabella contuvo un grito, pero las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Tres.
—¡Por favor! —suplicó, pero no era una súplica para que se detuviera. No realmente.
—Cuatro.
—¡Señor!
—Cinco.
El último azote fue el más fuerte, el que la hizo gritar y arquear la espalda. Pero antes de que pudiera colapsar, José Manuel dejó caer la vara y le acarició la cabeza con una ternura que la tomó por sorpresa.
—Descansa —dijo, arrojándole una manta al suelo—. Esta noche no te echo.
Isabella se envolvió en la manta, sintiendo cómo el dolor y el placer se mezclaban en un cóctel embriagador. Y aunque sabía que debería ofenderse por ser tratada como un animal, solo sintió gratitud.
Gratitud por no ser echada.
Gratitud por pertenecer.
Gratitud por, por primera vez en su vida, saber exactamente cuál era su lugar.
Continuara...

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